1486: Doma y Castración: Galicia y los Reyes Católicos

La argumentación pseudohistórica del nacionalismo y la realidad factual

Doma y castración: casi todo el mundo sabe que esta expresión se refiere a lo que pasó en Galicia durante el reinado de los Reyes Católicos. Es un lema que resume la quintaesencia de un trauma que conviene enterrar para siempre. Por lo que parece, todo apunta a que Isabel y Fernando concibieron un plan sistemático para someter a la nazón de Breogán

Se propusieron derrotar a los nobles gallegos que habían apoyado la candidatura de Juana la Beltraneja , la verdadera heredera de la corona a la muerte de Enrique IV. Pero aquel escarmiento fue en realidad la culminación de otros castigos anteriores que la dinastía Trastámara infringió a Galicia por su fidelidad a otras empresas nobles, como la del petrismo, la causa legitimista que sobrevivió a duras penas al asesinato en 1369 de don Pedro I el cruel. 

La cima del sometimiento fue la imposición del castellano, pero antes fue preciso sustituir a las élites dirigentes del país -básicamente la nobleza- por otras foráneas, al tiempo que se instauraban algunas instituciones centralizadoras que, como la Santa Hermandad o la Real Audiencia, quedaron encomendadas a fieles funcionarios que siempre procedían de Castilla. Ni siquiera la Iglesia se libró de aquella política autoritaria, habida cuenta de la cantidad de obispos y clérigos no gallegos que desembarcaron en Galicia a partir de aquellos años.

La ejecución del mariscal Pardo de Cela vino a ser, de algún modo, el símbolo de aquel trágico aplastamiento. En suma, los Reyes Católicos fueron el comienzo de unos siglos oscuros -los de la Edad Moderna- que sólo empezaron a despertar con los albores de la conciencia nacional en el siglo XIX. 

Suso de Toro ha resumido todo esto en un fragmento titulado Componiendo un espejo nuevo
«Y este país derrotado en el siglo XV y al que se le amputó con determinación cualquier clase dirigente ("doma y castración del Reino de Galicia", decretó Isabel "La Católica"), conservó su frágil hilo de consciencia a través de los siglos; ese valioso hilo de Ariadna de la memoria propició un renacer explícito de conciencia nacional en el siglo XIX que llegó en mejores o peores condiciones a hoy.»

Doma y castración son dos palabras que aquilatan un sentimiento muy profundo de rechazo a los responsables directos de una tragedia colectiva. Hasta la misma divisa de los reyes -el yugo y las flechas- parece una metáfora de una Galicia subyugada y asaeteada. Además, ese símbolo trae a la mente otro régimen de infausto recuerdo que se apropió de esos mismos emblemas, de modo que los Reyes Católicos y Franco parecen haber defendido las mismas ideas y militado en el mismo bando. Los paralelismos son bastante evidentes: Isabel y Fernando subieron al poder de forma ilegítima tras expulsar del trono a la auténtica reina, Juana la Beltraneja , mediante una guerra civil (la de Sucesión) en la que fueron decisivas las tropas de la Hermandad. Franco hizo algo muy parecido en el 36 cuando se sublevó militarmente contra la República.

Las imágenes que la gente ha ido asociando a la “doma y castración” son de lo más variado, aunque en la mayor parte de los casos se repite el esquema básico que acabamos de esbozar. 

Podemos hacer la prueba tecleando la frase exacta en un buen buscador de internet: en la pantalla aparecerán varios cientos de páginas, blogs, chats, y entradas de todo tipo, donde la creatividad de cada cual añade un toque personal al núcleo del mensaje. Así, por ejemplo, algunos afirman con rotundidad que la nobleza gallega fue deportada o que sus propiedades quedaron confiscadas a manos de los nuevos nobles castellanos que llegaron de refresco en aquellas fechas. Otros prefieren concentrar la perfidia de los reyes en la persona de Isabel, mal llamada católica; y los hay que identifican la “doma y castración” con la esencia de lo castellano, sea cual sea su época histórica, como bien lo demuestra la conquista de América. Muchas de estas ideas han pasado a formar parte de la corrección política e intelectual de la Galicia actual.

Ningún otro monarca medieval ha conocido tal acumulación de agravios. Algo tiene que pasar con Isabel y Fernando como para que una inquina de tanta intensidad se haya ensañado así con su memoria. La respuesta a tanta animadversión está en que los Reyes Católicos se sitúan en el centro mismo de una interpretación de la historia de Galicia entendida en clave de tragedia. 

Bajo la doma y castración se esconde una frustración por lo que pudo ser y no fue, una Galicia anhelada y nunca alcanzada, en la que personajes y acontecimientos adquieren resonancias heroicas. La imagen maldita de aquellos reyes es algo así como la clave de bóveda de toda una interpretación de lo galaico como sistema cósmico completo en el que resplandecen las verdades de la historia gallega. Isabel y Fernando provocaron una frustración colectiva en Galicia porque crearon un estado que hacía inviable la aparición de otros estados distintos al modelo unitario que ellos patrocinaban. Por consiguiente, si hoy se pretende retomar el frustrado anhelo de fundar aquel estado gallego que nunca llegó a nacer, es preciso desandar el camino andado y desmontar la obra y la memoria de los culpables.

La primera impresión que provoca esta interpretación es que estamos ante un claro y evidente juicio condenatorio, con una nutrida presencia de conceptos morales (castigo, culpa, redención) que exaltan o censuran personajes y sucesos. En este punto sobresale la primera limitación seria que cualquier historiador medianamente experimentado advierte ante semejante panorama, aunque tampoco hace falta ser un especialista para darse cuenta de que las personas y los hechos del pasado son algo más complejos que las interpretaciones maniqueas; éstas son adecuadas, y no siempre, para el entretenimiento, como pasa con algunos guiones de Hollywood, pero no sirven de mucho para entender las enmarañadas complejidades de la Historia. 

La segunda limitación, muy relacionada con la anterior, consiste en el carácter excesivamente “literario” que se advierte en un panorama tan negro: los personajes y sucesos de ese trágico mundo son rotundos, tallados a cincel, unos en su bondad y otros en su perversidad, donde cada uno cumple con su papel en consonancia con el argumento de una obra dramática.

El origen de esta visión del pasado gallego entendido en clave de epopeya se remonta a la Historia de Galicia que público Benito Vicetto entre 1865 y 1873. Hoy todo el mundo reconoce que su calidad científica deja bastante que desear, pero aquel célebre historiador romántico supo crear un andamiaje que ha sido capaz de sobrevivir al paso de las generaciones gracias a su belleza épica. Todas las epopeyas tienen, en su hermosa rotundidad, una trama esencialmente literaria; pero los problemas de credibilidad empiezan a emerger cuando la epopeya aspira a ser una verdadera interpretación de la realidad histórica, es decir, cuando se aportan argumentos históricos que pueden y deben ser sometidos a la crítica del especialista. Si la “doma y castración” se presenta a sí misma como verdad objetiva y no sólo simbólica de la historia de Galicia, tiene que entrar necesariamente -y de hecho entra- en el campo de lo demostrable, en ese terreno en el que cuentan las pruebas verificables y no los recursos literarios. Y aquí es donde empiezan a aparecer los problemas. 

Lo que hoy vamos conociendo gracias a la investigación más reciente no tiene mucho que ver con lo que nos presenta ese drama.

Pero vayamos por partes. El mejor camino para entender la cuestión consiste en ir a los orígenes mismos del lema “doma y castración”. Su comienzo es relativamente reciente, ya que se encuentra en un célebre discurso que pronunció Castelao en el año 1931 durante los debates constituyentes, cuando dijo lo siguiente:
«Desde que los llamados Reyes Católicos verificaron el hecho que Zurita llamó la doma y castración del Reino de Galicia, la lengua gallega ha quedado prohibida en la Administración, en los Tribunales, en la enseñanza, y la Iglesia misma evitó que nosotros, los gallegos, rezásemos en nuestra propia lengua.»

Castelao pronunció estas palabras para defender el uso del gallego y no dudó en echar mano de la Historia para justificar el acoso secular que había padecido su lengua materna. Para demostrar a los restantes parlamentarios que esa injusticia no era un invento suyo, sino una realidad constatada por los cronistas de la época, incluyó la cita de Jerónimo Zurita en el núcleo mismo del alegato, a modo de prueba irrefutable. Unos años más tarde, durante el exilio, desarrolló de forma más extensa sus ideas sobre el significado profundo de aquella frase, tal y como puede verse en su obra Sempre en Galiza.

Pero ¿realmente utilizó Zurita la expresión doma y castración de Galicia? Antes de buscar la frase exacta conviene repasar el contexto en el que vivió y trabajó el cronista aragonés, que fue en su tiempo uno de los más afamados historiadores del reinado de Felipe II. Nació en 1512 y murió en 1580, de modo que no fue, en sentido estricto, contemporáneo de los Reyes Católicos, sino del Emperador y sobre todo de su hijo. Cuando fue nombrado Cronista Mayor de Aragón en 1566 ya llevaba tiempo enfrascado en la redacción de una monumental historia de su tierra -los Anales de Aragón-, aunque se trata más bien de una historia general de todos los reinos y coronas de la Edad Media hispana. Aquel empeño le supuso treinta años de duro trabajo.

Zurita se fijó sobre todo en los hechos políticos más notables de cada reino, de modo que su relato -de lectura algo tediosa- es muy útil, aún hoy día, para conocer muchos detalles históricos de los territorios y monarcas medievales. Como era cronista oficial, además de secretario del Consejo y Cámara de Felipe II, tuvo libre acceso a todo tipo de archivos. Algunos de los manuscritos que pudo manejar se han perdido y por esa razón los historiadores actuales suelen consultar los Anales de Aragón como una fuente de primera mano, aunque realmente no lo sea. Es importante destacar este detalle, que le pasó inadvertido a Castelao, porque todo lo que cuenta Zurita sobre el reinado de los Reyes Católicos procede de su investigación como historiador. Los testimonios que pudo reunir en relación con el reino de Galicia parecían coincidir en un punto central: Isabel y Fernando habían logrado lo que otros reyes anteriores no habían conseguido, es decir, la pacificación de una sociedad que desde mucho tiempo antes había venido sufriendo la guerra endémica entre clanes nobiliarios. Los cronistas y genealogistas de la época eran bastante unánimes en esta apreciación y Zurita se limitó a constatar lo que pudo leer en ellos.

Su conclusión personal fue que aquel reinado tuvo algo de providencial para Galicia en la medida en que supuso un punto final a la violencia interna, una superación definitiva de una anarquía ancestral que venía fraguándose desde los comienzos mismos del siglo XV hasta estallar en guerra civil bajo Enrique IV. Contraponiendo el desastroso período de un rey “impotente” con el glorioso reinado de unos reyes “católicos”, Zurita reforzaba esa imagen providencialista y dorada que tanto le gustaba a Felipe II. En este marco hay que leer la famosa frase que luego Castelao insertó a su manera en el discurso de 1931. 

Pero las palabras de Zurita dicen exactamente lo siguiente:

«Galicia se redujo a las leyes de la justicia, a donde el rey puso audiencias. En aquel tiempo se comenzó a domar aquella tierra de Galicia, porque no sólo los señores y caballeros della pero todas las gentes de aquella nación eran unos contra otros muy arriscados y guerreros.»

La “doma”, o reducción a la justicia de aquella tierra -o de aquella nación-, está asociada en el texto y en el contexto a la aplicación de la ley gracias a la Hermandad, porque su instauración supuso el fin de la guerra privada de la nobleza y del resto de la sociedad. No parece que el sentido de la palabra “doma” se refiera al sometimiento del reino, sino más bien al de aquellos señores de la guerra que se habían estado peleando de manera endémica.

Se puede confirmar el sentido de esta expresión -frente a la interpretación sesgada de Castelao - comparándola con otras citas muy semejantes que el cronista dedicó a otros territorios donde se instauró la Hermandad. 

El Señorío de Vizcaya es un buen ejemplo. Aunque la causa de Isabel fue mayoritaria en el actual País Vasco, los reyes ordenaron la puesta en marcha de la Hermandad vizcaína para extirpar las viejas luchas de los bandos nobiliarios. Pues bien, si los territorios más claramente isabelinos experimentaron la instauración de la Hermandad, no parece que Galicia fuese una excepción. Con el reino de Aragón encontramos algunas observaciones interesantes de Zurita, pues no hay que olvidar la procedencia aragonesa del propio cronista: la paz impuesta por la Hermandad hizo posible -siempre según Zurita- la restauración de las leyes y libertad del reino. Si tenemos en cuenta que la Hermandad era de procedencia castellana -y no aragonesa-, podríamos suponer con cierta lógica que hubo una imposición foránea, una “doma y castración” de Aragón. Pero no es así: Zurita afirma que se puso por mandato regio para restaurar la ley y la libertad del reino, no para anular al reino. La ley queda identificada con la libertad: algo que, por otro lado, responde perfectamente a la concepción medieval de la palabra “libertad”. El cronista no consideraba que los cuadrilleros de la Hermandad vulneraran la independencia de Aragón, o que todo eso provocase su “castellanización”, ni que la nobleza local quedase descabezada, y eso que los barones aragoneses se opusieron por todos los medios posibles a su instauración. 

Podremos dudar, si queremos, de la sinceridad de este historiador cortesano a la hora de calificar las bondades de la Hermandad, pero de lo que no hay duda es de que está hablando de doma como sinónimo de restauración del orden. En resumidas cuentas, el célebre historiador aragonés considera que Galicia no fue una excepción, ni sufrió un castigo especial por ser la oveja negra de la corona.

Es evidente, por tanto, que Castelao sacó fuera de contexto la cita en cuanto al sentido de la palabra “doma”. Pero ¿y la “castración”? ¿De dónde sacó esta otra palabra? Es fácil de comprobar que no aparece en los Anales de Aragón; por tanto tuvo que tomarla de otro sitio o inventársela. Siendo un poco indulgentes podríamos pensar en un lapsus linguae, porque los políticos no suelen tener demasiado tiempo para dedicarse a este tipo de comprobaciones fastidiosas; o tal vez pudo tratarse de una “pequeña” libertad oratoria que se tomó para realzar el dramatismo del discurso que escuchaban los demás parlamentarios: porque debemos reconocer, en efecto, que la “doma y castración de Galicia” suena mucho mejor que la simple “doma”, ya que induce a pensar en lo que les pasa a los caballos en el picadero o a los toros que acaban convertidos en bueyes de labranza. Todo domador sabe que la castración es fundamental para lograr una buena doma, aunque se le despoje al pobre animal de la posibilidad de ser un semental; de todas formas siempre hay honrosas excepciones que merecen el sacrificio, como ocurre con los capones de Villalba.

Pero la indulgencia termina aquí. Castelao conocía a la perfección la frase de Zurita en su literalidad más pura, tal y como puede verse en algunas páginas de Sempre en Galiza . No se equivocó, sino que manipuló esa prueba “irrefutable” de forma deliberada porque había que defender una causa más importante que la verdad: su propia idea de Galicia. En otro momento llegará a sentenciar de forma rotunda que los Reyes Católicos decretaron a doma e castración do reino de Galiza , como si realmente hubiese salido del Consejo Real un decreto firmado y sellado con semejante título; así lo han entendido -y siguen entendiéndolo hoy- muchas personas que siguen persuadidas de la existencia de ese supuesto decreto.

A partir de esta adulteración es fácil de entender la lógica que tienen los demás agravios y reproches que Castelao atribuye a los Reyes Católicos. Toda su labor como gobernantes aparece calificada como una campaña de exterminio puro y duro. En este punto conviene echar un vistazo al sistema argumental de sus escritos, porque desde sus entresijos afloran algunas pistas que permiten entender el porqué de la manipulación. No es una labor demasiado sencilla, ya que Castelao nunca tuvo un sistema ordenado de ideas y porque, sobre todo, hablaba desde el convencimiento apasionado y visceral.

Su punto de partida fue la evidencia de su propio tiempo - la Galicia de comienzos del siglo XX-, en la que la lengua gallega estaba postergada de los ambientes cultos, de las instituciones y de la misma sociedad urbana. El gallego se identificaba con la aldea, mientras que el dominio del castellano era algo así como un certificado de urbanidad o de progreso; hasta las familias acomodadas buscaban las personas del servicio fuera de Galicia para evitar que los niños tuviesen acento “aldeano”. Castelao intuía que esa realidad venía de mucho tiempo atrás, pero mezcló dos problemas distintos, uno cultural y otro social, dando por sentado que se trataba de una injusticia estructural, no coyuntural, en la que se advertía una especie de fracaso o incluso de traición de las clases dominantes. Dicho con otras palabras: Castelao dio por supuesto que en algún momento del pasado se había producido el mismo esquema socio-cultural que él veía a comienzos del siglo XX, sin caer en la cuenta de que estaba manejando cuestiones distintas, sujetas a circunstancias y tiempos diferentes. Quiso encontrar una respuesta convincente que aclarase los usos del gallego culto entre las clases dirigentes y formuló una explicación común para ambas.

Se podría sintetizar su pensamiento del siguiente modo: si en los siglos centrales de la Edad Media hubo un uso del gallego culto entre los nobles del país y, algo más tarde -sobre todo en el siglo XV-, sobrevino una extinción casi absoluta, es evidente que tuvo que haber una especie de meteorito que acabó con todo vestigio de vida cultural expresada en gallego. Como la lengua culta que vino a continuación fue el castellano y, además, el gallego quedó agazapado en los círculos privados y familiares, se deduce que hubo una imposición. Y esa imposición tuvo que ser necesariamente violenta, lo bastante como para segar a los estratos cultos -nobleza y clero- que lo habían utilizado con total normalidad hasta ese momento. Conclusión final: la única fuerza externa capaz de imponer todo aquello en el siglo XV era la de los Reyes Católicos, los creadores del estado centralista.

Castelao parte de una evidencia que no precisaba demostración (la situación social del gallego a comienzos del siglo XX) y a continuación formula un axioma indemostrable -la teoría de la imposición- que no es evidente por sí mismo. En lugar de plantearlo como hipótesis de partida (como haría cualquier intelectual medianamente riguroso), lo afirma como verdad axiomática. Ya se sabe que los axiomas son, por su propia naturaleza, indemostrables, pues se basan en la evidencia.

Sin embargo Castelao no quiso renunciar a la demostración histórica, y se afanó en buscar aquellas pruebas que puedan corroborar su afirmación. Lo curioso es que en esa tarea de acopio de datos no escogió todas las pruebas posibles, sino sólo las que encajaban con el axioma, adulterando incluso lo que le convenía, como en la frase ya citada de Zurita. Su método dista mucho de ser demostrativo: es una simple apología partidista de un axioma.

Por otra parte, en su búsqueda de pruebas “irrefutables” se nota mucho que Castelao no es historiador, porque desconoce los conceptos y rudimentos básicos del profesional, de tal modo que acaba perdiéndose en un laberinto de ignorancias y prejuicios. Por ejemplo, ignora por completo que tanto las realezas como los grandes linajes de la alta nobleza medieval no solían encajar dentro de los moldes territoriales de nuestra época; y no sólo esto, sino que sus pautas de comportamiento estaban basadas en vínculos personales -de fidelidad, de vasallaje o de parentesco- que poco o nada tenían que ver con las fronteras. Esto le conduce hacia otra carencia grave, que consiste en creer en una especie de “esencialismo ” eterno de las naciones, anterior y superior a los individuos y las sociedades, capaz de definir y mantener la identidad propia a través de los siglos. Pero este modo de entender la realidad histórica responde más bien a las modas intelectuales de fines del siglo XIX y comienzos del XX, no a la realidad que el hombre medieval tenía delante de los ojos.

Castelao desconocía éstas y otras muchas cosas, pero en cambio conocía bastante bien las ideas de los escritores gallegos que se sentían unidos en la defensa de la misma causa política o que comulgaban con empresas intelectuales paralelas. Todos ellos compartían un común denominador, el rechazo absoluto hacia Isabel y Fernando en tanto que símbolo del centralismo que todos trataban de combatir. Y hay que reconocer, en efecto, que los Reyes Católicos se habían convertido en una especie de buque insignia para los políticos que gobernaban el país durante la Restauración, como lo demuestra la celebración del IV centenario del descubrimiento de América en 1892. Los prohombres del momento -especialmente Canovas del Castillo- emplearon todo tipo de alabanzas para recordar la obra política de aquellos monarcas, sobre todo en relación con América, con la vista puesta en la mejora de relaciones con las repúblicas americanas tras la desastrosa etapa de Isabel II. Contra esta interpretación “oficial” de lo español se levantaron las voces disidentes de los nacionalismos emergentes. No hace falta insistir aquí en que un debate de esta naturaleza hacía muy difícil, por no decir imposible, un conocimiento objetivo de los hechos ocurridos en aquel lejano siglo XV, y no sólo por el nivel de apasionamiento que manifestaban en sus argumentos unos y otros, sino sobre todo por la ausencia de verdaderos especialistas en la materia capaces de dar explicaciones medianamente coherentes del pasado. El debate político oscureció tanto el problema histórico, que la investigación y el estudio quedaron seriamente condicionados por una montaña de prejuicios.

Los historiadores de aquellas fechas incurrieron en el defecto, tan extendido en la actualidad, de interpretar el pasado a la luz del presente, como si la meta final fuese hacer apología laudatoria o crítica demoledora. Manuel Murguía, que fue el gran punto de referencia para muchos de sus coetáneos, había llegado a decir que el reino de Galicia entró a formar parte de la monarquía castellano-leonesa bajo los Reyes Católicos, como si la historia inmediatamente anterior -la época Trastámara - hubiese sido un período de independencia de facto o de amplia autonomía derivada del aislamiento ancestral del país; incluso estaba convencido de que la Real Audiencia y las Juntas del Reino habían nacido de una tradición exclusiva de Galicia, cuando en realidad fueron fruto de las reformas impulsadas por Isabel y Fernando. Si un historiador de prestigio cometía tales errores de bulto, no es de extrañar que los amateurs desbarrasen mucho más.

Se pueden citar otros ejemplos que revelan la especial animadversión que sentían los contemporáneos de Castelao por lo que representaban Isabel y Fernando en ese mundo onírico de bondad y maldad en estado puro. Paz Andrade hablaba de la mano de hierro que había despojado a todos los reinos hispanos, y no sólo a Galicia, de sus viejas libertades. Villar Ponte, por su parte, iba mucho más allá cuando decía que hubo un castigo específico infringido a Galicia por su fidelidad a la causa de la Beltraneja, sin saber que la realidad distaba mucho de coincidir con semejante afirmación; a partir de esta premisa no es extraño que calificara el reinado como un acabado ejemplo de tiranía. Todas estas ideas “arrojadizas” se realimentaban con el rifirrafe parlamentario de la Carrera de San Jerónimo, ya que los restantes diputados contraatacaban en un sentido inverso, es decir, magnificando el significado glorioso de aquel mítico reinado. Esto último es lo que recogía Ramón Cabanillas en alguno de sus escritos, cuando se burlaba de los aspavientos que se veían en el Madrid de 1916: ¡Aquí do chamar a berros por Dona Sabela a Católica!

Pero en fin, dejando de lado el olor a naftalina de los debates parlamentarios de hace cien años, es evidente que las opiniones de Castelao en relación con la supuesta frase de Zurita no encajan para nada con la realidad histórica que hoy conocemos, tanto por lo que se refiere a la materialidad del texto citado (que fue además conscientemente manipulado), como al contexto de la época y del autor. Pero lo más notable del caso es que, a pesar de tantas deficiencias, la expresión “doma y castración de Galicia” ha pasado a ser para muchos una evidencia histórica tan incuestionable como la propia crónica de Zurita, o quizá más, a la vista de su uso y difusión posterior. En efecto, los sucesores de esta línea argumental han incurrido una y otra vez en la errata, convencidos de que Castelao citaba a Zurita con precisión. Y no sólo eso. Algunos han ido bastante más lejos hasta convertir la célebre expresión en un supuesto programa político y legislativo que los Reyes Católicos impulsaron para someter a su reino del noroeste a cualquier precio. El mundo contemporáneo es un excelente banco de pruebas para entender los misteriosos mecanismos que determinan la creación de visiones legendarias de la realidad a partir de la imaginación y del voluntarismo: el único problema es que toda esa recreación del pasado medieval adolece de originalidad y hace gala de una ignorancia tan ostentosa como petulante.

La Guerra de Sucesión y la Hermandad

Pero no se trata ahora de terciar en ninguna lucha parlamentaria ni de fustigar delirios actuales, sino de conocer lo mejor posible la realidad y el porqué de las leyendas; y para entender aquel reinado en el marco de su propia época hay que considerar un primer aspecto importante: que el régimen de los Reyes Católicos nació de una contienda sucesoria. Isabel y Fernando no heredaron unos estados en paz, sino que tuvieron que superar una guerra civil frente a unos oponentes muy sólidos. Sus primeras decisiones estuvieron condicionadas, al menos durante los primeros años, por una atmósfera bastante excepcional, propia de quien tiene que atender a lo que está pasando en los frentes de guerra.

La Guerra de Sucesión (1474-1479) fue una lucha dinástica entre dos candidatas al trono. Por un lado estaba Juana (para sus enemigosla Beltraneja, para sus partidarios la Excelente Señora), y por otro Isabel, hermana del difunto rey. Juanistas e isabelinos desplegaron un amplio repertorio de argumentos para defender la propia causa y deslegitimar la del rival. Sin embargo, al comienzo mismo de la contienda hubo algunos defensores de la sucesión masculina que le correspondía a Fernando, el marido de Isabel, en tanto que pariente varón más próximo al difunto Enrique IV; pero finalmente se estableció un acuerdo mutuo entre los esposos para reinar de forma conjunta: de ahí procede el conocido lema “tanto monta” que los reyes utilizaron con tanta profusión en muchos monumentos. Ese lema quiere decir que la igualdad de los esposos -y de sus respectivos reinos- en los asuntos de estado es total, de modo que no hay sumisión de la mujer al marido en las decisiones de gobierno, tal y como había venido sucediendo en el pasado.

Los juanistas defendían la condición legítima de su señora porque había sido reconocida como heredera en las Cortes de 1462, en tanto que hija de Enrique IV y Juana de Portugal; esto mismo es lo que pensaba y sentía Alfonso V de Portugal, tío y marido de la joven reina, que no se cansó de recordar a todo el mundo que sólo su mujer reunía todos los requisitos para reinar. El rey portugués consideraba que Isabel nunca había sido jurada por las Cortes, ni tenía el rango de heredera pese a los acuerdos de Guisando de 1468, porque la joven infanta había incumplido sus compromisos al casarse por su cuenta y riesgo con Fernando de Aragón en 1469.

Los isabelinos atacaron la legitimidad de Juana afirmando que el segundo matrimonio de Enrique IV con Juana de Portugal fue nulo de pleno derecho, ya que el rey sólo había estado casado legítimamente con su primera mujer, Blanca de Navarra, de la que no tuvo hijos. Por consiguiente, Juana no era hija legítima de Enrique IV: simplemente era la hija de la reina. Sobre este pilar se añadieron otros reproches secundarios, aunque muy eficaces, como la impotencia de Enrique IV y la supuesta paternidad de don Beltrán de la Cueva.

La propaganda de los isabelinos acabó siendo bastante más demoledora y contundente que la de sus rivales, porque los partidarios de Juana nunca pudieron ocultar que se habían distinguido en el pasado precisamente por sus despiadados ataques contra la hija de Enrique IV. En efecto, muchos juanistas de última hora se habían hecho famosos por fustigar con saña la honestidad de la reina madre, Juana de Portugal, una mujer de extraordinaria belleza a la que culparon de no guardar la debida honestidad que debía observar una reina madre. Lo peor del caso es que ésta última se había hecho acreedora de la mala fama que le echaban en cara sus acusadores pues, tras enamorarse perdidamente de don Pedro de Castilla el mozo, un servidor de los Fonseca, tuvo dos hijos adulterinos. Aunque el adulterio de la reina madre fue posterior al nacimiento de su hija, lo cierto es que su amor prohibido extendió una sombra de duda sobre la legitimidad de la princesa Juana, dando alas a los rumores que circulaban en relación con la supuesta paternidad de don Beltrán de la Cueva. Y don Beltrán, por su parte, echó bastante leña al fuego cuando llegó a alardear en público de los amores que todo el mundo le atribuía con la reina portuguesa; lejos de cortar en seco las habladurías, el galán llegó a presumir pomposamente de sus hazañas amatorias; en una ocasión llegó a decir que nunca le habían gustado demasiado las piernas de la reina doña Juana, porque eran demasiado flacas. Todas estas habladurías, que tanto dañaban la fama de Enrique IV y su familia, fueron convenientemente propaladas por Alonso de Palencia, cronista y capellán del propio rey, que llegó incluso a afirmar la homosexualidad y la impotencia completa del rey y, por consiguiente, su absoluta incapacidad para tener descendencia. A estas historias un tanto deprimentes se sumaron otros argumentos de gran calado, como el desastroso desgobierno de Enrique IV, algo que conocían a la perfección muchos súbditos de aquella difícil coyuntura.

La Guerra de Sucesión también se decidió por otros factores ajenos a la propaganda como, por ejemplo, la cantidad y calidad de los apoyos. Juana contaba con el respaldo portugués y francés, y con la lealtad de poderosos clanes nobiliarios, como los del marqués de Villena y los Stúñiga. Isabel tenía a su favor el soporte aragonés y la fidelidad de una panoplia de linajes algo más amplia que la de su rival, destacando por su importancia los Mendoza y los Manrique. Conviene advertir en este punto que hubo una cifra considerable de nobles y ciudades sin definición clara, de modo que el mapa de fidelidades al comenzar la guerra no era demasiado firme para ninguna de las contendientes.

La nobleza gallega tampoco se declaró mayoritariamente juanista, como tantas veces se ha dicho, ni tampoco isabelina, sino que se mantuvo en una calculada indefinición a la espera de acontecimientos: era más seguro aguardar a que una de las dos princesas tuviese asegurada la victoria para no sufrir las secuelas de una peligrosa precipitación. En este punto pesaba mucho el recuerdo de las endémicas luchas cortesanas de la época de Juan II y Enrique IV. Tal vez por este motivo Galicia fue un escenario bélico secundario dentro de aquella guerra en la que el rey de Portugal planteó la ofensiva principal en zonas más fieles a su causa. Alfonso V prefirió entrar por tierras salmantinas en dirección a la plaza de Arévalo, que era el cuartel general de sus principales aliados, los Stúñiga, para continuar después hacia Toro y Zamora. En Galicia fueron juanistas desde el primer momento Lope Sánchez de Moscoso (conde de Altamira), el mariscal Suero Gómez de Sotomayor y sobre todo Pedro Álvarez de Sotomayor I (conde de Camiña), que se encargó del sur de Galicia y de la raya fronteriza. El arzobispo Alonso de Fonseca II fue el gran puntal de Isabel desde el primer momento y consiguió captar un número creciente de nobles, como los condes de Lemos y Monterrey, el mariscal Pardo de Cela, Diego de Andrade y otros de menor rango. Algunos bascularon según sus intereses, como el conde de Benavente, que acariciaba la esperanza de recibir en premio la ciudad de La Coruña, aunque al final no pudo obtener el codiciado trofeo por el rechazo de los coruñeses. La faceta internacional de la contienda pudo verse con claridad cuando aparecieron en la línea del horizonte barcos franceses y portugueses haciendo todo tipo de estragos en la costa, hasta que finalmente Fernando movilizó a la flota vizcaína para asegurar el control del Cantábrico.

La batalla de Toro, librada el primero de marzo de 1476, sentenció la guerra en favor de Isabel y Fernando, aunque las operaciones militares contra Portugal y Francia continuaron por algún tiempo. Sin embargo todo el mundo intuía que la suerte ya estaba echada. A partir de este momento se multiplicaron los pronunciamientos en favor de Isabel. En esta coyuntura tuvieron una especial importancia las primeras Cortes del reinado, las de Madrigal, que se reunieron tras la victoria militar de Toro. Ante los procuradores de las ciudades y villas los reyes adelantaron un primer plan de reformas, preludio de otras muchas que se pondrían en marcha algo más adelante. Entre las novedades más importantes destacaba la constitución de la Hermandad, una pieza vital en tiempo de guerra porque, además de poner en marcha un sistema de reclutamiento, instauraba una contribución económica que sustituía a los maltrechos impuestos que concedían las Cortes. También se reformaron instituciones decisivas para el gobierno, como el Consejo, la Audiencia y la Contaduría. Los historiadores actuales consideran que aquí está el germen del “Estado Moderno”, es decir, del conjunto básico de instituciones que la corona extenderá para la totalidad de los reinos, a modo de “común denominador” administrativo.

La noticia de la inminente instauración de la Hermandad cayó como un jarro de agua fría entre la nobleza gallega, porque muchos caballeros se acordaban de la amarga experiencia de la revuelta irmandiña de mediados de los sesenta, y nadie quería repetir aquello de los halcones perseguidos por los gorriones. Los reyes no pretendían volver al viejo modelo del pasado -las hermandades concejiles-, que tanta ansiedad levantaba por todas partes, sino que se proponían adoptar el modelo más jerarquizado de la vieja hermandad de Toledo, Talavera y Ciudad Real, conocida popularmente como Santa Hermandad, donde la autoridad y el mando estaban bajo la soberanía real. Pero estas distinciones no eran entendidas ni admitidas por los nobles, para los que la palabra “hermandad” sonaba a peligro o -por qué no reconocerlo- a imposición fiscal gravosa. Por eso los principales nobles gallegos aparcaron momentáneamente sus diferencias ancestrales y acudieron al gobernador de Galicia, el conde de Ribadeo, para advertirle del peligro y transmitirle una propuesta que debía presentar de inmediato en la corte: que ellos garantizarían el orden público del reino si los reyes renunciaban a instaurar la Hermandad en Galicia y, de paso, aportarían una elevada suma de dinero para que los monarcas no tuviesen siquiera que molestarse en imponer recaudadores. Mientras se resolvía en la Corte esta propuesta, los caballeros se reunieron en Lugo durante el mes de octubre de 1477 para redactar un acuerdo en el que plasmaban todos estos principios.

La Hermandad fue muy impopular en todas partes, y no sólo en Galicia, por tres razones principales: era demasiado cara, anulaba el poder local de señores y concejos, e imponía una justicia a rajatabla, sin miramientos. La ciudad de Burgos, por ejemplo, que se desgañitó durante meses tratando de evitar su implantación, no tuvo más remedio que emitir deuda pública para pagar la elevada suma que le exigía la real Hacienda. El todopoderoso señor de Andalucía, el duque de Medina Sidonia, también se opuso con terquedad a la entrada de la Hermandad en sus dominios porque suponía una intromisión sin precedentes, pero al final tuvo que ceder. Hasta las mismas ciudades que inventaron el modelo de Hermandad -es decir, Toledo, Talavera y Ciudad Real- perdieron la partida ante los reyes tratando de evitar el control regio de sus cuadrilleros. En resumidas cuentas, la Hermandad fue diseñada e implantada como una institución central de la monarquía -no de los reinos- y en este punto no se admitieron excepciones.

La tenacidad de los reyes venció la resistencia de los súbditos, aunque al final tuvieron que prometerles que la duración de la Hermandad sería temporal. Los caballeros gallegos que habían formado una piña en 1477 se fueron finalmente dividiendo entre partidarios y detractores de la nueva institución, de modo que esa escisión sirvió para allanar el camino a los planes de Isabel y Fernando. Todo esto coincidió con la reactivación de la guerra con Portugal en 1478, tanto por la frontera de Galicia como por la de Extremadura, aunque al final Alfonso V no logró demasiados éxitos. En la batalla de Albuera (24 de febrero de 1479) fueron derrotadas las tropas portuguesas que acudían a la defensa de Medellín. Albuera fue sólo una pequeña escaramuza de escasa importancia bélica, pero tuvo un alto significado moral: fue el final de las esperanzas portuguesas. Alfonso V se convenció de lo necesario que era pactar una paz definitiva con sus adversarios.

A partir de ese instante ya era sólo cuestión de tiempo la plena introducción de la Hermandad en Galicia. De poco sirvieron las bravatas del conde de Camiña, cuando propalaba por sus tierras meridionales que acogería con sumo agrado entre sus filas a todos los malhechores que lo deseasen; en realidad su poder estaba llamado a menguar definitivamente tras la decisión portuguesa de negociar una paz definitiva. Habían pasado para él los tiempos gloriosos. Cuando aparecieron los cuadrilleros de la Hermandad con sus varas coloreadas (de verde, rojo, azul y amarillo) por las tierras del Miño, había sonado la hora del declive definitivo.

La historia de la Hermandad en Galicia está inseparablemente unida a la persona de Fernando de Acuña, el primer gobernador que nombraron los reyes con este título en 1480. Cuando llegó en compañía del alcalde García de Chinchilla al frente de 300 lanzas, su propósito era pacificar definitivamente el territorio y hacer posible la normalidad institucional. Acuña era el segundón de una gran familia titulada -era hijo del conde de Buendía- y por sus venas corría sangre de la legendaria Inés de Castro; su nombramiento le abría las puertas de par en par hacia una brillante carrera al servicio de la corona precisamente en la tierra de origen de su mítica antepasada; tal vez por todos estos motivos se aplicó con tanto celo a la tarea que le encomendaron. Como traía en su equipaje cartas y poderes plenos, no dudo en utilizar todo ese caudal de autoridad en la consecución de la meta que le habían señalado. Acuña intuía que un éxito sonado le podría deparar muchas posibilidades de promoción personal y, tal vez, algún título importante para su linaje.

Pero el flamante gobernador no era un hombre dotado de una excesiva inteligencia política ni del indispensable tacto para distinguir la calidad de las personas, y comenzó su andadura amenazando a todo el mundo, incluyendo a los isabelinos. Se propuso hacer una ostentosa manifestación de autoridad sin hacer distingos entre leales, tibios y enemigos. Por eso su actitud tuvo un efecto contraproducente, porque provocó la adulación de los tibios y el enojo de los que más se habían distinguido en la defensa de la causa isabelina. El arzobispo Fonseca percibió en seguida el talante del nuevo gobernador y fue lo bastante prudente como para plegarse a tiempo; esta cualidad fue muy valorada en la Corte y recibió como premio la presidencia del Consejo, aunque aquel galardón también era una manera de sacarlo del escenario gallego. El mariscal Pardo de Cela, en cambio, se empeñó en plantar cara y esa fue la causa de su perdición: no supo o no quiso darse cuenta de que los tiempos estaban cambiando a toda prisa y que ahora los reyes valoraban especialmente la obediencia de sus vasallos. De nada le valieron sus anteriores méritos, ni su curriculum isabelino, porque la corona estaba empeñada en crear un nuevo marco institucional común a todos sus estados y reinos sin atender excepciones.

La Hermandad se organizó en juntas regionales para el cobro de las contribuciones y el reparto de levas, quedando el supremo mando de todas ellas en manos de una junta general que, finalmente, cristalizó en un nuevo Consejo de Hermandad; de esta manera la institución se incardinó en la nueva estructura administrativa que los historiadores conocen como monarquía polisinodial, o lo que es lo mismo, monarquía gobernada a partir de consejos formados por expertos burócratas. La trayectoria de la junta provincial del reino de Galicia tiene un especial interés porque es el germen del que nacerán más tarde las Juntas del Reino de Galicia. Las peticiones de la junta gallega en aquellos años se parecen bastante a las de otros territorios, como que el personal burocrático fuese del país o que disminuyesen las onerosas contribuciones que los desaprensivos recaudadores exigían. Pero los reyes no alteraron sus criterios en cuanto a la extracción de los burócratas, cuya selección dependía de la fidelidad al rey y de la capacidad personal, no de su procedencia geográfica. En cuanto a las cargas económicas, hubo algunas concesiones parciales a determinados nobles de especial rango, como el conde de Lemos, que percibió una parte de lo que se recaudaba en sus tierras, o los hidalgos de solar conocido con privilegio, que quedaron exentos del pago. Los sucesivos relevos que hubo en la cúspide de la hermandad de Galicia no sirvieron para acallar el descontento que despertaba la institución en todos los rincones del reino; por eso se entiende mejor la decisión que tomaron los reyes en 1498 de suprimirla en todos sus reinos.

Durante los años en que estuvo en vigor los reyes aprovecharon la Hermandad como una especie de ejército permanente en sus campañas de Granada, el Rosellón e Italia. Las tropas regulares que aportaban los reinos pelearon en distintos escenarios de guerra donde los reyes defendían su política exterior o interior. Los combatientes gallegos se batieron en algunos frentes al igual que los cuadrilleros de otros reinos. Para algunos fue una manera de redimir antiguas penas, aunque para la mayoría fue un servicio obligatorio. En el frente granadino los gallegos tuvieron que soportar la dureza de los asedios en Baza, Zújar, Málaga y también en la misma ciudad de Granada. En Italia combatieron a las órdenes del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, y en el Pirineo lo hicieron bajo el mando del gobernador de Galicia. Como recuerdo de aquella presencia, que recordaba a las antiguas campañas de reconquista en el siglo XIII, muchas ciudades y villas repobladas en el antiguo reino de Granada contarán con una apreciable presencia de repobladores gallegos, cuyos nombres aparecen consignados en los libros de repartimiento.

La tragedia de Pardo de Cela

La tragedia del mariscal Pardo de Cela resume bastante bien la dureza de aquellos años de hierro. Mucha gente piensa que su muerte fue la parte más visible de la “represión” centralista de la Hermandad. Pero los retazos biográficos que va sacando la investigación más reciente revelan que Pardo de Cela se había ganado bastantes enemistades locales en los años inmediatamente anteriores a la llegada de la Hermandad, de tal modo que su muerte se entiende mejor en el marco geográfico que le vio crecer como la espuma, el obispado de Mondoñedo. En la villa de Vivero, donde el mariscal logró imponer su autoridad, se despertaron las suspicacias de los poderes locales ante su privilegiada posición. En el obispado mindoniense, donde nuestro personaje se había apropiado de numerosos bienes eclesiásticos, se desató igualmente la enemistad de los clérigos que no le perdonaban tantas rapiñas a costa de la Iglesia. Para colmo de males, hasta en la misma Corte se empezaban a acumular las acusaciones de morosidad que le echaban en cara los recaudadores reales. Demasiados problemas como para que el mariscal pasara desapercibido ante unos celosos funcionarios.

Los poderes que traían en 1480 los oficiales reales encargados de la Hermandad, Acuña y Chichilla, eran amplísimos. Tenían autoridad para entender en todo tipo de causas civiles y criminales, tanto en primera instancia como en grado de apelación, incluyendo los célebres “casos de corte”, es decir, aquellos que estaban reservados en exclusiva a la autoridad regia. En una de las cláusulas se decía que podían actuar de modo “breve y sumariamente, sin estrépito ni figura de juicio”, que suponía la concesión de poderes excepcionales y sumarísimos. También podían decretar el destierro de cualquier tipo de persona, fuese cual fuese su condición social, imponer treguas, prender y ejecutar a los criminales, investigar en los registros de los escribanos urbanos, y un largo etcétera. La razón de ser de tanta acumulación de poder en tan pocas manos no era otra que la de simplificar los procesos judiciales para así acelerar la aplicación de la autoridad real en todo el territorio.

Acuña recibió otra importante atribución que acabaría ejerciendo por doquier: la potestad para ordenar el derribo de las fortalezas y casas fuertes de los reticentes. En este puntal se apoyaría la faceta más visible de su actuación en Galicia en los años siguientes. Pero tampoco encontramos en este punto una excepción demasiado llamativa, porque los corregidores que nombraron los reyes por las villas y ciudades del resto de sus reinos recibieron órdenes expresas de derribar o desmochar las torres y fortalezas de los caballeros. Las luchas de bandos urbanos, que tanta sangre habían derramado a lo largo y ancho del siglo XV, se habían eternizado en muchos sitios por culpa de las fortalezas nobiliarias; había llegado la hora de poner coto a la guerra privada.

Probablemente Pardo de Cela llegó a confiar demasiado en sus propias posibilidades de supervivencia, sobre todo por su curriculum isabelino. Su lealtad a la causa de la reina le sirvió para obtener en la Corte una serie de cartas de seguro y amparo, pero esos documentos oficiales no eran una patente de corso para escapar de las manos de la justicia, ni para seguir cometiendo todo tipo de desmanes en sus tierras mindonienses. Los seguros que la reina entregó a Pardo de Cela tenían sentido, sólo hasta cierto punto, siempre y cuando no entrasen en conflicto con las de Acuña. Aquí estuvo, probablemente, el principal error de cálculo del indómito caballero; de poco servía en la práctica una carta de los reyes, por mucho que reconociese su condición de leal vasallo, si después el mariscal se significaba por su manifiesta desobediencia a las órdenes dictadas por la corona que le conminaban a devolver lo robado y a pagar sus deudas con el fisco.

La cuenta atrás de la caída de don Pedro empezó en 1482, con ocasión de una de las sempiternas guerras internas de la nobleza gallega. En ese año Fernando Díaz de Ribadeneira empezó a reforzar su castillo de Sobrada de Aguiar, no lejos de Lugo, contraviniendo los deseos del conde de Lemos; tras un cruce de acusaciones, la querella acabó en guerra abierta entre ambos magnates, con la subsiguiente búsqueda de aliados. Ribadeneira logró el apoyo del conde de Monterrey, el mariscal Pardo de Cela y Pedro Bolaño, entre otros, mientras que el conde de Lemos consiguió convencer a Diego de Andrade. Durante las escaramuzas el mariscal fue capturado por su propio yerno, Galaor Osorio, marido de Constanza de Castro, y luego fue entregado a Diego de Andrade. Aquella guerra privada no hubiese tenido mayores consecuencias de no intervenir el gobernador. En efecto, la corte le dio instrucciones precisas para indagar en las causas del conflicto e imponer la paz y la justicia. Poco después daría comienzo el largo asedio de la Frouseira, la gran fortaleza del mariscal en la mariña lucense, donde cayeron muchos combatientes por ambas partes. Como recuerdo de los que murieron entre las filas del capitán Luís Mudarra, que dirigió el asalto, se fundó la capilla de santa Catalina en el monasterio de san Martín de Mondoñedo, donde todos los primeros lunes de cada mes se celebraba una misa en sufragio por las almas de los que perecieron en el combate.

Pardo de Cela no murió en el cerco de la Frouseira ni tampoco cayó prisionero en el asedio, sino que llegó a negociar las condiciones de la rendición. La demolición posterior de su fortaleza roquera no fue el punto final de la rebeldía porque, poco tiempo después, en la primavera de 1483, volvió a hacerse fuerte en otro castillo -el de Castro de Oro-, muy cerca del anterior, donde se repitió de nuevo la escena del cerco. En esta ocasión no hubo negociaciones, sino que el gobernador Acuña pasó lisa y llanamente a la persecución: Acuña dio órdenes precisas en abril para que el mariscal fuese capturado y llevado a su presencia, cosa que finalmente ocurrió en septiembre u octubre de aquel año, el último de sus turbulentas andanzas. La traición de algunos servidores fue, al parecer, determinante. Lo que viene a continuación está lleno de lagunas y penumbras, sobre todo por los datos algo contradictorios de las fuentes, pero de esa confusa tragedia arranca la raíz de toda la leyenda posterior.

No se sabe con certeza la fecha de su captura; tampoco se conoce si hubo algún tipo de proceso penal, aunque la impresión que dejan traslucir las escasas fuentes es que Acuña optó finalmente por un proceso sumarísimo en el que descargó sobre el procesado toda la dureza del sistema judicial que los reyes le habían encomendado. También fueron procesados algunos de sus acompañantes, entre los que se encontraba, según cuenta la tradición, su propio hijo. La sentencia de muerte no tomó en consideración los méritos del mariscal, como su pasado isabelino o la condición de persona aforada (vasallo real e hijodalgo). La ejecución se cumplió de manera inexorable en la plaza de Mondoñedo. La conmoción debió de ser muy honda, porque la justicia real había segado la vida de uno de los caballeros más importantes del reino.

Hoy parece probado que el gobernador Acuña se extralimitó en el ejercicio de la autoridad, porque las cartas reales que llevaba consigo no le facultaban para imponer la pena máxima a un caballero que era, además de hidalgo, vasallo de los reyes; este tipo de sentencias estaban reservadas en exclusiva a la corona sin posibilidad de delegación. El derecho penal de la época era muy explícito en este punto y la Audiencia real tenía reservada una sala específica para los pleitos y procesos de los hijosdalgo. La explicación más lógica para entender el sentido de semejante desafuero es que Acuña quiso dar una lección al conjunto de la nobleza gallega en la persona de Pardo de Cela. Y en efecto, la dio, pero su acción tuvo consecuencias inmediatas: pocas semanas después de la ejecución, Acuña era relevado del cargo. Este cese fulminante habla por sí solo del criterio mantenido por los reyes en este punto tan decisivo. Por lo demás, todo lo que sabemos de la biografía posterior de Acuña apunta a que no hizo carrera política en la Corte, de modo que la gravedad del desafuero le costó muy caro. En su lugar fue nombrado Diego López de Haro, un hombre que sí sería capaz de imponer la autoridad sin causar tantos estragos. Los poderes que los reyes entregaron al nuevo gobernador seguían siendo muy amplios, pero en este caso se perfilaron con más detalle los límites procesales que debería tener en cuenta con el fin de evitar los excesos de rigor.

La caída de Pardo de Cela tuvo un posterior epílogo familiar cuando su hija Constanza se hizo fuerte en la fortaleza de Vilaxoán (Cal da Loba) en compañía de su marido, Fernán Ares de Saavedra, y de unos pocos leales. Los rebeldes sólo pretendían salvar los restos del patrimonio familiar. El nuevo gobernador los cercó durante un año interminable en el que Constanza acabó muriendo por culpa de la insalubridad de la torre, mientras que su marido fue gravemente herido por un tiro de trabuco. Finalmente el gobernador consiguió el trofeo que buscaba. Fernán Ares consiguió salvar la vida gracias a la intercesión de Diego de Andrade, pero la mayor parte de los bienes familiares fueron confiscados.

A partir de este trágico final empezó a fraguarse la leyenda popular, primero en las tierras lucenses y más tarde en el resto de Galicia. El paso de las generaciones se encargaría de quitar o añadir elementos más o menos imaginativos al núcleo original de su biografía, en la que adquirieron una fuerza expresiva algunos rasgos especialmente dramáticos, como la traición de sus propios servidores, la dureza de la justicia real (personificada en Acuña), la misma ejecución, la confiscación de sus bienes o el enterramiento en la catedral de Mondoñedo. De manera paralela se irían reduciendo o idealizando otros aspectos menos amables de don Pedro, como su dureza con los vasallos, las usurpaciones de bienes o el autoritarismo de su comportamiento. Casi medio siglo después de la ejecución aún había personas que recordaban la fortaleza de la Frouseira como un nido de ladrones, y cómo había sido derribada por las tropas de don Fernando de Acuña. Pero estos detalles sombríos irían desapareciendo poco a poco entre los siglos XVI y XVII, hasta que el recuerdo romanceado de su figura quedó indisolublemente asociado al dramatismo de su ejecución y, sobre todo, a la “moraleja” que se derivaba de su tragedia, pues la traición de sus propios servidores había provocado la rendición de la Frouseira. En el Memorial de la Casa de Saavedra, impreso en 1674, se contienen algunas composiciones poéticas que corrían por aquella Galicia de los tiempos oscuros.

En el siglo XIX la historiografía romántica encontró en Pardo de Cela el arquetipo de lo que buscaba: un mártir eminente de la Galicia dominada. Como en tantas otras cosas, fue Benito Vicetto el principal responsable de la resurrección política del mariscal. La tradición literaria anterior fue aprovechada para modelar una nueva versión de la tragedia en la que apareció por primera vez un mensaje que no había existido con anterioridad, la idea del martirio de todo un pueblo simbolizado en la ejecución de uno de sus hijos más ilustres. De este modo se abrían de par en par las puertas a la politización contemporánea del personaje.

Vicetto se había dedicado con ahínco a bucear en la Edad Media buscando los signos de identidad más peculiares de la Galicia eterna que él imaginaba, y se convenció de la trascendental importancia de la herencia sueva. Por eso se empeñó en tender un puente un tanto forzado entre aquel lejano siglo VI y el siglo XV, tratando de dar un sentido étnico a la epopeya del mariscal. Como era más literato que historiador, acabó recurriendo a la metáfora del caballo salvaje, una viva imagen de Pardo de Cela, para explicar la sucesión de traumas y desengaños que arrancaban desde los lejanos tiempos de la Antigüedad hasta llegar a los albores del mundo moderno. En una página muy conocida de su Historia de Galicia llegará a escribir lo siguiente:

«Como aparezca algún documento de aquella época que evidencie esto último [la ascendencia sueva de Pardo de Cela], ... entonces, la figura de Pardo de Cela ... será la figura más bella y majestuosa de la historia de Galicia, porque encarnará su espíritu de independencia, el espíritu santo de emancipación entre la nobleza sueva y la nobleza goda; entre la nobleza vigorosa e invencible de nuestras montañas y la nobleza afeminada y fugitiva de la derrota de Guadalete»

Vicetto deseaba ardientemente probar la ascendencia sueva del héroe, pero al final no tuvo más remedio que recurrir a la ficción literaria. La imagen del animal salvaje e indómito como símbolo de la independencia de un país es un recurso estético bastante habitual (véase el toro de Osborne), de tal modo que la castración equivale a la pérdida de esa independencia. El afeminamiento, que es un rasgo atribuido a la nobleza visigoda por Vicetto, sería la causa de la derrota de Guadalete en el año 711 ante el empuje de los moros de Tariq, y ese mismo destino es el que parece tener la nobleza de Galicia a partir del reinado de los Reyes Católicos; la sangre sueva, depositaria de la pureza ancestral, sería la linfa vital que hizo posible la peculiaridad indómita de Galicia a lo largo de los tiempos medievales, pero esa vena quedó segada cuando la cabeza del mariscal rodó por los suelos.

De este modo un tanto “poético” quedaron unidos por un imaginativo nexo de unión el trauma del reino suevo dominado por Leovigildo y la tragedia del mariscal ajusticiado por los Reyes Católicos. En ambos casos aparecen unas cuantas constantes históricas de Galicia; por un lado, la indómita vitalidad que nace de la sangre, y por otro, la permanente opresión que siempre viene de fuera, bien sea de un rey godo (rey de afeminados) o de unos reyes castellanos decapitadores (o castradores, como dirá en su momento Castelao).

La imaginación delirante le llevó a Vicetto hacia otras exageraciones un tanto “naïf”, porque poner al mariscal al frente de los irmandiños –como se puede leer en la novela Los hidalgos de Monforte (1851)- es un claro dislate, ya que ocurrió justamente lo contrario. Pero logró dotar al personaje de una carga política que antes no había tenido. A partir de este aggiornamento, muchos galleguistas entendieron que ese mensaje político tenía un trasfondo de veracidad indudable. De este modo Pardo de Cela se convirtió en un adalid de la independencia cuatro siglos después de su ejecución y así empezó a ganar batallas después de muerto. Una especie de Cid en versión gallega decimonónica.

Algunos estudiosos contemporáneos del mariscal ya no creen, naturalmente, en los delirios raciales de Vicetto, pero en el fondo siguen convencidos de la especial carga política que tuvo su ejecución en 1483, y no tanto por la “lección” ejemplar que quiso dar al gobernador, sino sobre todo por el interés personal que tuvieron Isabel y Fernando en quitar de en medio a Pardo de Cela: como él y Pedro Madruga eran la Galicia irredenta y filoportuguesa, Isabel y Fernando decidieron aniquilarlos a cualquier precio. Algunos todavía siguen moralmente convencidos de que tuvo que existir una orden expresa de los reyes -y no tanto de Acuña, que fue un mero ejecutor-, para cortar así toda posible connivencia entre los caballeros gallegos juanistas -al parecer, la inmensa mayoría- y la corte lusitana en la que se refugiaba Juana la Beltraneja. Pero toda esta teoría de la “conspiración portuguesa” no tiene mayor valor si se echa un vistazo a la paz de 1479. Isabel la católica y su tía Beatriz pactaron el matrimonio de la hija mayor de los reyes - la infanta Isabel- con el heredero de la corona portuguesa -el malogrado príncipe don Alfonso- para normalizar las relaciones dinásticas entre las familias reales: lo que de verdad interesaba a los portugueses desde esa fecha era asegurar la paz definitiva, no fomentar la discordia con los que habían ganado la guerra.

Tampoco es muy creíble que Isabel y Fernando sintiesen un especial temor ante la rebeldía de un personaje como el mariscal, porque su poder efectivo en Galicia era bastante relativo. Aunque don Pedro pertenecía -pese a carecer de título nobiliario- al estrecho círculo de aristócratas de primera fila, no reunía los requisitos suficientes como para liderar con autoridad una hipotética coalición de los grandes nobles gallegos; ese liderazgo le correspondía, por prestigio, poder y dinero, al conde de Lemos, y por eso se entiende que los reyes se tomasen la molestia de viajar a Galicia precisamente en 1486, cuando hubo necesidad de pacificar la revuelta del conde en Ponferrada. No es preciso recurrir a interpretaciones rebuscadas para engrandecer al mariscal, porque esa grandeza es innata al personaje, aunque por obra y gracia de la tradición literaria.

La peregrinación de los reyes a Compostela

Tres años después de estos trágicos episodios los reyes viajaron como peregrinos a Santiago de Compostela. El viaje regio de 1486 está lleno de consecuencias para el futuro inmediato de Galicia; además, fue un hecho bastante sonado, porque hacía un siglo que la población no tenía la oportunidad de ver personalmente a sus soberanos. Los orígenes remotos del periplo se remontan al año 1481 cuando, poco después de concluir las Cortes de Toledo, los reyes emprendieron la arriesgada conquista del reino de Granada. Mientras se preparaban los medios humanos y económicos para poner en marcha aquella costosa empresa, un capellán de los reyes llamado Diego Rodríguez de Almela se animó a proponerles una idea sugerente: viajar en peregrinación a la tumba del Apóstol, tal y como habían hecho algunos de sus antepasados, antes de meterse en una guerra llena de peligros.

Rodríguez de Almela se había formado en sus años de juventud a la sombra del célebre obispo de Burgos Alonso de Cartagena, antiguo deán de la catedral de Santiago, que fue el intelectual más prestigioso de los círculos cortesanos de Juan II. Cartagena había desempeñado a lo largo de su vida todo tipo de cargos de la máxima responsabilidad: fue embajador en el Concilio de Basilea, consejero real, preceptor real y otras muchas cosas más, pero sobre todo fue un maestro capaz de crear una escuela de pensadores e historiadores. Rodríguez de Almela formó parte de aquel círculo y siempre se comportó como un fiel discípulo, recogiendo muchas ideas del maestro en las diferentes obras históricas que compuso a lo largo de su vida. En una de las más conocidas, la Compilación de los milagros de Santiago, plasmó todo lo que había aprendido en relación con el culto jacobeo. Cartagena siempre había pensado que ese culto era uno de los fundamentos más sólidos de la legitimidad histórica de los reyes castellano-leoneses, porque cimentaba la noción misma de “reconquista” que correspondía a los herederos directos de la monarquía visigoda.

Almela era consciente de los problemas de legitimidad que había tenido su señora cuando tuvo que enfrentarse a los juanistas y también se daba cuenta de la gran trascendencia que podía tener la reanudación de la reconquista para apuntalar definitivamente el régimen. Había que convencer a la reina de que viajase cuanto antes a Compostela para pedir in situ la protección de Santiago. Según Almela, los reyes que habían cumplido con aquella tradición siempre habían triunfado en sus campañas, mientras que los tibios o reticentes habían fracasado. Entre los primeros destacaban Fernando III el Santo, el célebre conquistador de Andalucía, y Alfonso XI el Justiciero, que venció en la batalla de El Salado a los Benimerines; entre los mediocres estaban el propio Juan II -o sea, el padre de Isabel-, un rey perezoso que apenas se había movido de la Meseta, y Enrique IV, que se había estrellado estrepitosamente en Granada por no ponerse bajo la protección del Hijo del Trueno. Para llegar con más posibilidades de éxito a la soberana, Almela buscó algunos apoyos dentro del círculo más cerrado de personas que tenían acceso a la corte.

La verdad es que Isabel y Fernando no hicieron demasiado caso en ese momento a las recomendaciones de su capellán y de hecho no peregrinaron a Santiago. Pero cinco años más tarde las circunstancias de la campaña habían cambiado de signo. Las operaciones militares en el frente granadino se estancaron y el número de bajas empezó a subir de forma alarmante, mientras que el coste económico no paraba de crecer. Entonces la reina se debió repensar lo que le había dicho unos años antes su capellán y decidió hacerle caso. Además, era preciso pacificar al conde de Lemos, que se había sublevado en Ponferrada por culpa de las desavenencias con los marqueses de Villafranca por la delimitación de sus respectivos señoríos. Había llegado el momento de viajar en peregrinación para pedirle ayuda al Apóstol. Por otro lado, la imagen de una reina peregrina encajaba bastante bien con el ideal de reina santa que la propia Isabel había aprendido de niña de labios de su aya Beatriz de Silva, cuando le contaba las historias de santa Isabel de Portugal, a rainha santa que vivió a comienzos del siglo XIV.

El viaje tenía que ser necesariamente austero y con poco séquito, ya que se trataba de una peregrinación. Por otro lado, las posibilidades de alojamiento que tenían las ciudades y villas del Camino eran insuficientes para una corte tan descomunal como la de los reyes. Además sería un viaje forzosamente breve, porque una ausencia demasiado prolongada podría perjudicar el funcionamiento de los mecanismos burocráticos del Consejo, la Cámara, el registro del Sello de Corte y otros organismos de la complicada maquinaria estatal. Isabel quiso que su hija Juana les acompañase en aquel periplo. Entre los acompañantes estaba el limosnero de los reyes, Pedro de Toledo, que se encargaría de ir anotando con cuidado todas las dádivas y limosnas que daban a los que se topaban con el cortejo regio; esas anotaciones nos sirven hoy para conocer con detalle el periplo real y las anécdotas particulares que jalonaron aquel mes gallego de los monarcas.

El 7 de septiembre de 1486 los reyes empezaron su viaje en Ponferrada, donde lograron la pacificación de los estados del conde de Lemos, y luego prosiguieron por el camino en dirección a Villafranca del Bierzo y el río Valcarce en su ascensión al Cebreiro. En este tramo los reyes empezaron a toparse con un mundo muy peculiar, el de los peregrinos, plagado de pobres y enfermos que aprovechaban el encuentro para pedir alguna limosna. El limosnero nos ha transmitido retazos de sus fugaces huellas, como el de aquella vieja que fue a Jerusalén, o el matrimonio de romeros que traían un niño en una canasta a las espaldas, sin olvidar a otros peregrinos que se hacían los encontradizos para recibir algo.

La comitiva se detuvo en el santuario del Cebreiro para conocer con detalle el Santo Milagro eucarístico. Isabel y Fernando se sintieron admirados ante la narración de los monjes, que pintaban con gran colorido el sentido de la presencia eucarística en aquel lugar inhóspito. La impresión del relato les llevó a encargar un recipiente de cristal y plata para que las reliquias fuesen veneradas con mayor seguridad. También admiraron la talla de santa María que, según se decía, había inclinado la cabeza con reverencia ante el milagro. Cuenta una tradición posterior que los reyes quisieron llevar consigo la reliquia en su viaje a Compostela, puesto que la iglesia donde se custodiaba no guardaba la suficiente dignidad, pero los caballos se negaron a proseguir más allá de Pereje; cuando los mozos de espuelas dejaron de tirar de las riendas, los caballos regresaron al Cebreiro. Al margen de las leyendas, se puede comprobar el interés de los monarcas fue revitalizar el culto del santuario. Del papa Inocencio VIII consiguieron los permisos necesarios para restaurar la hospedería y el hospital, cosa que se alcanzó unos años más tarde bajo el pontificado de Alejandro VI, cuando se incorporó el santuario al monasterio de San Vicente de Monforte.

La comitiva prosiguió su andadura a lo largo de lo restantes jalones del Camino - Triacastela, Sarria, Portomarín, Melide- hasta llegar a Compostela el 21 de septiembre. En aquellas jornadas de marcha, hechas a lomos de caballerías o en andas, fue aumentando el número de limosnas; lo habitual era medio real o un real por persona, aunque algunos recibían algo más, como los cuatro reales que recibió un inglés en Portomarín. La estancia en la urbe se prolongó unos veinte días, hasta el 6 de octubre, y hubo tiempo para hacer una breve escapada a la villa de Padrón. Si las limosnas a los peregrinos habían sido más o menos habituales a lo largo de la marcha, en la urbe se convirtieron en un torrente continuo, sobre todo el día que los reyes escogieron para hacer la ofrenda al Apóstol: frailes de variadas observancias, romeros de todas las procedencias, pobres y enfermos, instituciones y conventos, jóvenes y ancianos, todos trataron de conseguir algo de los reyes. Entre los extranjeros predominaban los ingleses.

La estancia regia en la ciudad tuvo consecuencias muy importantes para Compostela, el Camino y el reino de Galicia. El proyecto de levantar un gran hospital real, por ejemplo, fue una de las decisiones más sobresalientes. Los peregrinos pobres y enfermos solían acogerse en los pequeños hospitales medievales que había diseminados por la ciudad y sus contornos, pero en muchos casos no había suficiente sitio ni medios para su mantenimiento. No era lógico que uno de los grandes centros de peregrinación de toda la Cristiandad careciese del adecuado soporte hospitalario. Los reyes encomendaron las gestiones a uno de sus hombres de confianza, don Diego de Muros, que tomó a su cargo la complicada tarea de reunir recursos, preparar los instrumentos jurídicos y buscar el solar más adecuado. Sus desvelos duraron bastantes años pero se vieron recompensados con la imponente mole que se levantó junto a la fachada del Obradoiro, el célebre “Hostal de los Reyes Católicos”, que hoy es símbolo de excelencia turística. Habría de ser durante cuatro siglos la gran institución hospitalaria de Galicia.

No sabemos con certeza si el patrocinio regio sobre el Camino se tradujo o no en un incremento de las peregrinaciones. Sí hay constancia, al menos, del interés personal de Isabel y Fernando en cuidar sus aspectos más materiales. Uno importante se refiere a la seguridad física de los peregrinos, muy maltrecha por los abusos que se cometían desde las fortalezas próximas a los caminos que conducían a Compostela; la orden de derribar castillos o de controlar el armamento que se guardaba en ellos demuestra que la corona entendía este problema como una cuestión complementaria al bandolerismo nobiliario que estaban tratando de atajar los cuadrilleros de la Hermandad. La reina también tuvo noticia de otro peligro añadido, el de los franceses que se acogían al estatuto de peregrino para infiltrarse en sus reinos o para recabar información; finalmente optó por dejar abiertas las rutas a todos los que quisiesen acudir a la tumba del Apóstol. Esta actitud no eludía los riesgos que se derivaban del espionaje, y de hecho se dio la orden de fortificar las villas costeras en previsión de los ataques de la piratería francesa, quedando a salvo el derecho individual de los penitentes que desde toda Europa deseaban llegar hasta Galicia en viaje penitencial.

La protección dispensada al culto jacobeo tuvo, por último, otra dimensión muy relacionada con el título de “católicos” que el papa Alejandro VI concedió a los reyes en 1496. Para entender el significado exacto de esta expresión hay que tener en cuenta la preocupación europea durante la segunda mitad del siglo XV ante la amenaza asfixiante de los turcos en el Mediterráneo y en los Balcanes; esa preocupación se había convertido en verdadero pánico tras la conquista otomana de Otranto en 1480, porque aquel enclave estaba en la misma península itálica. Los llamamientos de los pontífices a una nueva cruzada habían caído en saco roto y todo parecía indicar que la Cristiandad estaba abocada a un desastre de proporciones apocalípticas, a semejanza de lo que había ocurrido con la caída de Constantinopla en 1453. En esta atmósfera tan cargada de pesimismo sólo llegaban buenas noticias desde la península ibérica gracias a los avances en territorio granadino; por eso es fácil de entender el significado de algunos premios pontificios de aquellos años, como la espada que el papa le entregó al conde de Tendilla en 1486 o la célebre Rosa de Oro que la propia Isabel recibió en 1490. El entusiasmo se desató cuando llegó la noticia de la conquista de Granada. La euforia se extendió por Alemania, Inglaterra, Francia, Borgoña e Italia, y muy especialmente por la ciudad de Roma, donde se anunció la noticia con el redoblar de las campanas del Campidoglio y con todo tipo de celebraciones profanas y religiosas. El dramaturgo Carlo Verardi estrenó por aquellos días una obra titulada Historia Baetica, en la que se escenificaba la caída de la capital granadina; entre los poetas que compusieron obras laudatorias destaca Ugolino Verino, que imprimió una serie de poesías que circularon con profusión por toda Italia. No es extraño que en esta atmósfera un tanto electrizada se llegaran a propagar notables exageraciones como, por ejemplo, considerar al rey aragonés como un nuevo Fernando III el santo, o pensar que la reconquista de Granada preludiaba la de Jerusalén.

Isabel y Fernando se convirtieron, gracias a sus éxitos granadinos, en protagonistas natos de la escena política europea e italiana. La misma elección de un papa español en 1492, el valenciano Rodrigo de Borja (o Borgia), con el nombre de Alejandro VI, no se entiende sin esta circunstancia tan peculiar. Los reyes se dieron perfecta cuenta del valor “publicitario” que tenía la Roma pontificia como altavoz de sus empresas y se esforzaron en cultivarla lo más posible. La protección dispensada al culto jacobeo encajaba muy bien en esta línea de actuación, ya que Compostela era una de las grandes sedes de fundación apostólica y uno de los principales centros de peregrinación de la Cristiandad. Cuando se culminó la conquista de Granada, los reyes entregaron a la sede compostelana los votos del reino recién reconquistado, como si quisiesen cerrar el círculo de significados que unían la urbe con la unificación política de sus reinos. El sentido que tenía la construcción del Hospital Real de Santiago no se comprende en su justo valor si se prescinde de todos estos hechos tan cargados de resonancias medievales.

La Real Audiencia

Pero no bastaba con proteger las peregrinaciones o aplacar la inestabilidad interna de la nobleza; para restaurar la normalidad del reino era preciso que los reyes resolviesen algunos de los problemas endémicos del país como, por ejemplo, el desequilibrio entre los dos estamentos más importantes del reino, nobleza y clero. Vasco de Aponte escribía en los años treinta del siglo XVI que en Galicia comenzó una época de grandes justicias con el reinado de los Reyes Católicos. Con esa expresión trataba de explicar el impacto social que tuvo la Hermandad y más concretamente la Real Audiencia. El clero -tanto secular como regular- era el principal propietario de tierras, mientras que la nobleza era especialmente poderosa en autoridad jurisdiccional. El resultado de este desequilibrio fue la extraordinaria difusión de las encomiendas laicas sobre iglesias y monasterios: los nobles amparaban las propiedades de la Iglesia frente a la rapiña de otros nobles y por eso percibían parte de las rentas monásticas o se apropiaban de sus bienes raíces. Lo peligroso de este sistema era que no había alternativa al poder de la nobleza en el caso de que ésta sobrepasase los límites de la protección.

Este problema venía de lejos y había llegado a ser agobiante para la infinidad de monasterios que se repartían por toda la geografía gallega. Si en algo se distinguía el reino de Galicia de los territorios vecinos era precisamente por la densidad de propiedades eclesiásticas, bien fuese de titularidad monástica -especialmente de benedictinos y cistercienses, aunque también de mendicantes-, o bien de propiedad episcopal. Algunos cenobios eran muy antiguos y entre sus fundadores o patrocinadores se contaban los linajes más eminentes del pasado medieval gallego. Pero el antiguo patrocinio nobiliario, que fue muy generoso en donaciones durante los siglos centrales de la Edad Media, se había transformado en una losa insufrible con el paso del tiempo, porque los bienes se habían fragmentado en un sinfín de encomiendas que usurpaban tanto los descendientes de los fundadores como los nuevos clanes nobiliarios que habían prosperado a su sombra.

Muchas familias nobles dependían de las encomiendas para mantener su rango, pero muy pocas guardaban documentos escritos con los que justificar la posesión: en la práctica se transmitían a los herederos con absoluta normalidad, como si se tratase de bienes pertenecientes al tronco familiar, de modo que el paso de las generaciones no hacía sino complicar las cosas. Hubo muchos litigios promovidos por los monasterios a lo largo de la época Trastámara, pero las sentencias de los tribunales reales tardaban demasiado en llegar y por lo general no se podían aplicar, si es que se dictaban, por culpa de la oposición nobiliaria. Durante su estancia en Compostela, los reyes comprendieron el verdadero alcance del problema y trataron de encontrar soluciones eficaces, aunque el problema no tenía fácil remedio.

El criterio que defendieron Isabel y Fernando fue el de hacer cumplir el derecho frente a la política de los hechos consumados que planteaba la nobleza: en la práctica esto se traducía en que los nobles beneficiarios de las encomiendas reclamadas por los monasterios tendrían que demostrar con papeles sus títulos de propiedad. No bastaba con alegar que sus antepasados siempre habían tenido tal o cual encomienda: era preciso probarlo de forma fehaciente ante un tribunal real, el de la Real Audiencia. De este modo los reyes se convirtieron en la institución arbitral por antonomasia de aquella Galicia surcada de reclamaciones entre los dos estamentos preeminentes. Y esta decisión tuvo de por sí un enorme valor, porque devolvió a su lugar de origen el papel arbitral de la monarquía, en tanto que poder superior e independiente de nobleza y clero. Atrás quedaban los tiempos en los que un linaje o un gran señor se amparaba en el favor momentáneo de un rey o de un bando cortesano para imponer su autoridad. Ahora las cosas habían cambiado en un sentido totalmente distinto, porque los oidores y alcaldes de la Real Audiencia no pertenecían a ninguno de los grupos en litigio, sino que representaban la neutralidad de la corona a la hora de dictar sentencia conforme a derecho. La consecuencia más inmediata que se derivó de este principio fue el de hacer inviable la guerra privada y la usurpación unilateral; si un caballero quería conservar una encomienda, tenía que ganar la batalla en los tribunales, no en las emboscadas desde sus castillos, so pena de perder ambas cosas, porque los cuadrilleros de la Hermandad se encargaban de recordar en todo momento dónde estaba el límite de lo infranqueable.

La implantación en Galicia de la Real Audiencia acabaría siendo decisiva a largo plazo para la resolución de estos antiguos problemas de fondo, aunque de momento las cosas no se arreglaron de la noche a la mañana. Había un problema especialmente preocupante: si se arrebataba a la nobleza el caudal de las encomiendas monásticas se corría el riesgo de quebrar irremisiblemente su estatus social y económico. Por otro lado, no se podía pasar por alto que la vida interna de los monasterios también estaba profundamente relajada; de poco serviría reconstruir los patrimonios materiales de las comunidades de religiosos si éstos no recuperaban la función para la que habían sido dotados. Entre las corruptelas más escandalosas destacaba la abundancia de concubinas y barraganas. Era imprescindible acometer una reforma de la vida monástica en paralelo a la restauración material, pero sin incurrir en la quiebra del estado nobiliario. Para mayor complicación, había que tener en cuenta la opinión y las decisiones de Roma en todo el proceso de reforma, porque la vida monástica y sus reglas internas era competencia de la Santa Sede. El gobernador Diego López de Haro presentó todas estas cuestiones durante su viaje a la curia pontificia en 1484. En este punto concreto tuvo una gran importancia la política reformadora de los reyes, destinada a concentrar la organización de los monasterios de todos sus reinos -incluidos los de Galicia- en torno a unos cuantos cenobios que ya tenían consolidada la llamada “observancia”, es decir, la regla monástica reformada. Los benedictinos, por ejemplo, se acabaron integrando dentro de la Congregación de san Benito de Valladolid.

A medida que se empezaban a resolver ante el tribunal real los litigios entre iglesia y nobleza, se fue afianzando la idea de separar las respectivas funciones del gobernador y de la Audiencia. El primero se encargaría de tomar las decisiones militares y administrativas, para las que necesitaba un cierto grado de movilidad, mientras que el tribunal se ocuparía de llevar adelante los procesos judiciales en un lugar más estable. De este modo se irían especializando y separando ambas instituciones, hasta que en el siglo XVI se produjo una mayor estabilidad de la Audiencia, aunque rotando entre las principales ciudades y villas del reino de Galicia.

El esplendor de los Fonseca

Las transformaciones de la Galicia del siglo XV estás unidas a algunos grandes personajes de enorme peso político y cultural que brillaron con luz propia en los ambientes cortesanos y en la sociedad de su tiempo. Los casos más llamativos son los arzobispos compostelanos del linaje de los Fonseca y que se llamaron del mismo modo, Alfonso o Alonso; los historiadores actuales suelen distinguirlos con un ordinal (I, II y III) para evitar confusiones con la homonimia. Un antiguo historiador compostelano, Salustian Portela Pazos, publicó uno de sus más famosos libros precisamente con el título Galicia en tiempo de los Fonseca, dando a entender que la personalidad de estos prelados forjó, de alguna manera, el destino del reino. Sin embargo sería erróneo considerar la vertiente gallega de estos prelados como algo exclusivo de sus biografías, porque en realidad todos ellos tuvieron una vocación universal en lo político y una proyección señorial en otros marcos geográficos, como bien puede verse en Salamanca, Toro, Zamora, Tierra de Campos o Andalucía. Los Fonseca se comportaron de un modo muy semejante al resto de linajes de la época, para los que la carrera eclesiástica y el servicio al rey se compaginaban perfectamente con la promoción del propio linaje en todos los lugares posibles.

Los Fonseca del siglo XV eran de estirpe portuguesa. Procedían de uno de los caballeros más célebres del exilio lusitano en la corte de los Trastámara, Pedro Rodríguez de Fonseca, consejero y aposentador mayor de Juan I de Castilla y de su segunda mujer, la reina doña Beatriz de Portugal. Don Pedro y su familia lo perdieron todo en su patria de origen tras el triunfo de Juan I de Avís en 1385, cuando la batalla de Aljubarrota sentenció a muerte el destino de la primera dinastía portuguesa. El exiliado y sus hijos se acomodaron a la nueva situación de la mejor forma posible y buscaron el modo de salir adelante sirviendo al rey, cursando la carrera eclesiástica o buscando matrimonios de conveniencia. En esta estrategia coincidieron con lo que solían hacer casi todos los nobles de su tiempo. Dos de los hijos del exiliado emparentaron con los Ulloa de Toro, un linaje que tenía una remota ascendencia gallega. Juan Rodríguez de Fonseca se casó con María de Ulloa, y Beatriz Rodríguez de Fonseca hizo lo propio con el doctor Juan Alfonso de Ulloa, un hombre importante en la corte de Enrique III y Juan II. Los arzobispos Fonseca proceden de esta doña Beatriz Rodríguez, y por eso las malas lenguas le acabaron poniendo el mote de la santa madre iglesia. Uno de sus hijos fue Alonso de Fonseca I, más conocido como el viejo, que en 1460 fue promovido a la sede de Santiago cuando ya ocupaba la de Sevilla.

Fonseca I no dejó demasiadas huellas en Galicia por su dedicación casi exclusiva a los asuntos de la corte en tiempos de Enrique IV. El cronista Alonso de Palencia llegará a decir de él que “demostró más astucia en los falaces negocios mundanales que afición a los cuidados de su pastoral ministerio”, y hay bastante de verdad en estas palabras tan poco lisonjeras. Da la impresión de que el rey quiso aprovechar sus vínculos familiares con los Ulloa para imponer la autoridad en la Tierra de Santiago, muy alterada por las luchas nobiliarias durante los años sesenta. Una vez lograda la pacificación, al menos de forma momentánea, se volvió a su sede sevillana, pero antes de irse dejó a su sobrino homónimo (Alonso de Fonseca II, el joven) como titular de la mitra compostelana.

Fonseca II dejó una huella mucho más visible que la de su tío en los asuntos gallegos, sobre todo por su larga permanencia en la sede. Fue testigo y actor principal de los turbulentos sucesos del reinado de Enrique IV e Isabel I, y su protagonismo fue decisivo para el triunfo de la causa isabelina en Galicia durante la Guerra de Sucesión. Sus primeros años en Compostela no pudieron ser más violentos, pues tuvo que combatir a muerte con Bernal Yáñez de Moscoso, hasta el punto de utilizar la catedral como campo de batalla. También le tocó vivir como pocos la guerra irmandiña de mediados de los sesenta, y después, en los setenta, tuvo que afrontar la hostil oposición de la nobleza gallega, que deseaba a todo trance su expulsión del reino. La última gran oleada de problemas vino durante la Guerra de Sucesión, en la que fue el gran puntal de Isabel en Galicia, como ya queda dicho. Su lealtad no se vio recompensada por los reyes, al menos como él hubiese querido, porque los asuntos quedaron en manos de los nuevos gobernadores que, como en el caso de Acuña, imponían una autoridad y una justicia que nada debía a los señores locales. Fonseca II fue en realidad un quebradero de cabeza para los Reyes Católicos por su excesivo personalismo, y por eso le ofrecieron una salida digna: la presidencia del Consejo en 1481. A partir de ese año residió habitualmente en Salamanca o en Valladolid, debido al cargo de presidente de la Real Chancillería que recibió de los reyes en 1484.

Su salida de Galicia no significó un desarraigo completo porque sus parientes y allegados conservaron la red de cargos y fidelidades, al tiempo que uno de sus hijos ilegítimos acabó ocupando la sede compostelana en 1507: se trata del tercer Alonso de Fonseca, célebre por su mecenazgo en Compostela y en Salamanca a comienzos del siglo XVI, y por su labor como consejero real con Fernando el católico y el Emperador.

Los tres arzobispos Fonseca se distinguieron por sus empresas culturales, aunque no todos tuvieron los mismos perfiles intelectuales ni promovieron la creación artística e intelectual con el mismo empeño. Alonso de Fonseca I, que fue ante todo un cortesano muy próximo a Enrique IV, tuvo entre sus protegidos al cronista Fernando del Pulgar, que nos informa de su apego a los libros lujosos y caros. La actividad política le granjeó tremendas enemistades, entre las que destaca el cronista Alonso de Palencia, que llega a retratarle como “satélite del fraude”. La biblioteca personal del primer Fonseca acabará parando finalmente en el convento de san Ildefonso de Toro. Alonso de Fonseca II destacó por su amistad con Nebrija y por su predisposición a las influencias italianas que el célebre filólogo encarnaba como nadie, pero no dejó una excesiva huella de su mecenazgo intelectual en la turbulenta Compostela que llegó a regir con mano de hierro. Será el tercer Fonseca el que deje un rastro imborrable en la ciudad que le vio nacer, como bien lo demuestran los colegios que fundó -el de Santiago de Alfeo y el de San Jerónimo- en la incipiente universidad fundada gracias a la iniciativa de don Diego de Muros, con el que mantuvo importantes diferencias personales por culpa del centro universitario.

La proliferación de universidades y estudios generales, de la que Santiago es un ejemplo importante, fue una de las iniciativas especialmente promovidas por los Reyes Católicos para mejorar la preparación intelectual del clero de sus reinos. La labor reformadora que promovieron los monarcas, en estrecha colaboración con Roma, pretendía el impulso de la preparación intelectual tanto del clero secular como del regular a través de instituciones docentes de calidad. El cardenal Mendoza en Valladolid (con el colegio de Santa Cruz), el cardenal Cisneros en Alcalá de Henares (con el Estudio General), Fonseca III en Santiago (fundando el de Santiago de Alfeo) y Salamanca (con los colegios Fonseca y san Jerónimo) y don Diego de Muros III también en Salamanca (con el colegio de san Salvador), son ejemplos muy conocidos. Todas estas fundaciones universitarias obedecían a un mismo deseo (fomentar las reformas intelectuales y religiosas del clero) y procedían de un mismo impulso, a saber, la monarquía “católica” de Isabel y Fernando. No es ninguna casualidad que la ciudad del Apóstol apareciera entre el selecto grupo de centros universitarios de nueva planta.

De este modo empezó a cambiar lentamente la fisonomía urbana de Santiago en aquel turbulento período fonsecano. Porque el aspecto de la ciudad dejaba bastante que desear, y sus calles y plazas tenían un aspecto depauperado e insalubre que llamaba la atención de todos los visitantes que llegaban a venerar el sepulcro del Apóstol; ésta fue la experiencia que vivieron los propios reyes en su peregrinación del año 1486. Aún se tardaría varios decenios en adecentar ese aspecto deprimente que tenía a comienzos del XVI, pero la semilla del resurgimiento ya estaba echada.

La lengua del imperio

El mecenazgo en Santiago y Salamanca de los grandes eclesiásticos que pasaron por Compostela guarda un estrecho paralelismo con los proyectos culturales de los Reyes Católicos, en los que hubo un especial interés por el uso de las lenguas cultas en tanto que herramientas transmisoras de contenidos igualmente cultos. El estímulo inicial nació del afán de emulación que sintieron los reyes ante el brillo de los ambientes intelectuales italianos -sobre todo romanos-, donde la monarquía católica estaba empezando a cosechar importantes éxitos propagandísticos en la cristiandad de aquel tiempo. Los reyes promovieron un mecenazgo propio en la Ciudad Eterna que quedó simbolizado en la célebre iglesia de san Pietro in Montorio, donde Bramante levantó su célebre Templete, uno de los ejemplos más acabados del nuevo estilo arquitectónico que estaba arrasando por todas partes. Pero no sólo se trataba de cultivar una nueva arquitectura en aquella Italia llena de maestros; la propaganda regia recurrió a otros ámbitos igualmente prometedores, como la imprenta, que hizo posible la divulgación de sus hazañas y merecimientos.

Los reyes quisieron brillar con luz propia en los exquisitos círculos de humanistas que tanta gloria proporcionaba a sus respectivos mecenas, pero el reto tenía algunas complicaciones. El mayor problema era que había que manejar con fluidez el latín clásico e incluso del griego, y no era posible improvisar sobre la marcha una buena formación intelectual. En esos ambientes un tanto elitistas se miraba con cierto desdén al que sólo dominaba el latín eclesiástico de los canonistas; y no digamos si el pretendido humanista sólo era capaz de dominar la lengua vulgar de su reino de procedencia. El interés personal de la propia Isabel por aprender el latín en compañía de Beatriz Galindo demuestra hasta qué punto en el seno de la familia real se entendió la importancia del reto intelectual. No se podía ser una persona verdaderamente culta sin un dominio adecuado de una lengua culta; no se podía ser un verdadero mecenas si uno no se desenvolvía con soltura en las lenguas de los humanistas. Por este motivo los reyes alentaron a sus cortesanos más capacitados, ya fuesen laicos o clérigos, para que estudiaran las lenguas clásicas y defendiesen las empresas de la corona con la dignidad que exigían los rigurosos requisitos de la etiqueta romana e italiana.

El prestigio de las lenguas vernáculas era bastante escaso en aquella Italia renacentista, porque ninguna tenía la suficiente riqueza expresiva como para transmitir los valores del humanismo que se nutría de los textos de la Antigüedad. Esas lenguas eran vistas con un cierto desinterés, pues parecían incapaces de servir como soporte a los auténticos valores y conocimientos que se estaban rescatando del mundo clásico. Es cierto que algunas pocas, como el italiano o el francés, tenían un relativo prestigio y se habían difundido en algunos ambientes cortesanos y cancillerescos, bien porque contaban con una mayor riqueza léxica o porque estaban respaldadas por una tradición literaria de cierto nivel o, simplemente, porque servían de soporte al poder de algún príncipe especialmente poderoso. Cuando los reyes entraron a formar parte de ese grupo de monarquías europeas de primer nivel entendieron que ellos debían hacer algo parecido. La dificultad intrínseca que encerraba el conocimiento del latín clásico y del griego reducía forzosamente el número de personas capaces de manejarlos con soltura, pero el dominio de un romance culto podría -y debería- estar al alcance de los cortesanos y de los burócratas; pero ¿qué romance habría que emplear en la corte?

De todas las lenguas que se hablaban en la Península, los reyes escogieron el castellano como vehículo principal del gobierno de la monarquía y sus instituciones. En esta decisión pesó decisivamente el número de hablantes y la extensión de su uso más allá de los límites de los reinos de la corona de Castilla. En cierto modo, el castellano reunía unos rasgos peculiares que no tenían otras lenguas, pues era una especie de “común denominador” hispano, es decir, un marco de referencia para casi todos los súbditos de los reyes, fuese cual fuese su procedencia. A esas alturas ya era el idioma español por antonomasia. Hasta los mudéjares y judíos hablaban el romance castellano en su vida cotidiana, dejando el árabe o el hebreo para el culto ceremonial.

Por otra parte, desde la época de Alfonso X, el castellano se utilizaba regularmente como lengua administrativa, legislativa y judicial en todos los reinos de la corona castellano-leonesa por decisión expresa de la corona. El rey sabio, que tanto se distinguió en el uso del gallego para sus composiciones líricas, fue el responsable de esta elección como lengua de la monarquía en todo lo relacionado con las funciones públicas del rey (como legislador, juez y gobernante). Los códigos legislativos, los ordenamientos, las sentencias de los tribunales, los documentos emanados de la cancillería regia, todos ellos pasaron a estar escritos en castellano. Probablemente aquella decisión se adoptó por un criterio de puro pragmatismo, porque a mediados del siglo XIII, recién culminada la reconquista de Andalucía y Murcia, el castellano ya tenía una mayor difusión que las demás lenguas, y además se había transformado en una especie de koiné por los constantes préstamos e influencias de todos los emigrantes que se desplazaban hacia el sur en busca de nuevas oportunidades.

Sin embargo, a fines del siglo XV, el castellano dejaba mucho que desear en cuanto a su uniformidad. Los letrados, escribanos, notarios y jueces de cada lugar no tenían muy claras las normas, entre otras razones porque no las había; sí que existían formularios notariales y cancillerescos, pero sólo servían para uniformizar el contenido y la estructura de los testamentos o de los documentos reales, pero no aportaban una norma común gramatical, léxica o sintáctica. Por este motivo las variedades locales eran abundantes. En esas condiciones era difícil que el castellano se convirtiese en lengua culta, a pesar de la tradición literaria que avalaba su trayectoria, porque no había certeza respecto de sus reglas. En esta coyuntura se entiende mejor el alcance que tuvo la obra de Nebrija, cuando publicó su Gramática del castellano en 1492 y el primer Diccionario en 1495. El propósito del autor era evidente: fijar las normas gramaticales y sintácticas para hacer del castellano la herramienta que los reyes estaban tratando de aplicar a su política y a sus proyectos culturales.

Nebrija escribió en su Gramática unas palabras introductorias dirigidas a la reina, que muchos han tomado como imperdonable declaración de guerra contra el resto de las lenguas peninsulares, sobre todo cuando dice que la lengua fue compañera del Imperio. La expresión suena mal, sobre todo si se lee fuera de contexto, porque nos retrotrae a tiempos no demasiado lejanos, cuando se hicieron algunas relecturas intencionadas de la frase. Pero conviene advertir que Nebrija está hablando del latín cuando dice lo siguiente:

«... la lengua fue compañera del Imperio; de tal manera lo siguió que juntamente comenzaron, crecieron, florecieron y, después, junta, fue la caída de entre ambos»

El latín nació, creció y murió con el Imperio Romano. El esplendor de la civilización fue posible, siempre según Nebrija, gracias a la lengua culta que sirvió de soporte a sus leyes e instituciones. Lo que les está ofreciendo a los reyes es, por tanto, una especie de plan cultural para que las leyes, la justicia y la administración cuenten con un buen vehículo de expresión capaz de ser utilizado en cualquier parte de sus reinos y, de paso, mostrar la magnificencia y el esplendor de la monarquía. En suma, una réplica a pequeña escala de la brillantez romana e italiana. Eso es lo que entiende por lengua compañera del imperio cuando escribe esa frase en 1492. Por otro lado, en ese año aún no se sabía si el viaje de Colón iba a terminar en fiasco, o si la política en Italia iba a deparar algo que mereciese la pena, de modo que ese “imperio” no es aún el imperio español del siglo XVI que vendrá después; es el imperium de los clásicos latinos, es la capacidad regia para informar el gobierno de la res publica.

Hoy mucha gente piensa más o menos lo siguiente: ¿por qué los reyes no hicieron lo mismo con el gallego, el catalán o el aragonés? ¿No estamos ante una evidente discriminación? No parece que Isabel y Fernando se sintiesen especialmente inclinados a plantear la cuestión en tales términos, ni que considerasen la variedad lingüística de sus reinos como un problema. La respuesta parece estar en una razón bastante más sencilla: los reyes buscaban una herramienta común para entenderse -especialmente en el terreno político- con sus súbditos, y se emplearon a fondo en depurar una que ya estaba sólidamente asentada.

Por lo demás, los reyes jamás prohibieron el uso de las restantes lenguas peninsulares, como se ha llegado a decir en alguna ocasión. Ni siquiera lo hicieron con las lenguas de sus adversarios. La lengua materna de Isabel fue el portugués, porque tanto su madre -Isabel de Portugal- como su aya -Beatriz de Silva- eran portuguesas. Tampoco prohibieron el hebreo o el árabe; lo que en realidad hicieron con sus respectivas minorías fue algo bastante más grave, prohibir sus respectivos credos religiosos. Tanto el decreto de expulsión de los judíos en 1492 como el de conversión forzosa de los mudéjares en 1500 nos llevan a la verdadera preocupación del reinado, la cuestión religiosa, que fue el principal proyecto unificador de los reyes para todos sus reinos.

La importancia de esta materia en el siglo XV nos exige un especial esfuerzo de comprensión, porque la pertenencia a la Iglesia se veía como el fundamento básico de la naturaleza (lo que hoy conocemos como ciudadanía), a semejanza de lo que nos acontece en la actualidad con el ordenamiento constitucional, donde se recogen los derechos y deberes de los ciudadanos. El estatuto primordial de la persona venía definido por el hecho de ser cristiano, y sobre ese cimiento se añadían otros rasgos complementarios, como el estamento, el grado de sujeción al rey, al señor del lugar o al concejo. De estos elementos emanaban los distintos derechos y obligaciones de los estamentos, aunque entre todos formaban la comunidad política, el regnum. La consecuencia que se derivaba de este principio era que los miembros de otras religiones -judíos y musulmanes- no tenían derecho a formar parte de la comunidad, no eran realmente naturales del reino, por mucho que fuesen súbditos del rey. Los Reyes Católicos uniformaron el estatuto jurídico de los naturales de sus reinos por la religión cristiana y, en este punto, se mostraron inflexibles. La Inquisición fue una de las herramientas diseñadas para alcanzar este objetivo, aunque Galicia no conoció la instauración del tribunal del Santo Oficio hasta bien entrado el reinado de Felipe II.  La razón es bien sencilla: la exigua población judía que había en algunas villas (como Ribadavia) desapareció sin dejar rastro, a diferencia de lo que sucedió en otros reinos de la corona donde la población conversa siguió siendo numerosa. Todas estas cuestiones podrán parecernos difíciles de entender, pero encierran algunas claves importantes. Isabel y Fernando crearon una especie de “común denominador” en todos sus reinos en el que destaca, por su contundencia, el factor religioso, hasta el punto de excluir todo tipo de disidencia. En cuanto al uso y difusión de la lengua “común”, las cosas fueron algo diferentes, porque no se pretendía suprimir la diversidad, sino depurar y elevar la calidad cultural que tenía esa herramienta que la corona empleaba con sus súbditos.

La dureza de los Sotomayor

Si los Fonseca encarnaron bastante bien ese modelo acabado e ilustrado de prelados compostelanos fieles a la monarquía, los Sotomayor representaron a la perfección el caso opuesto, el de una nobleza cargada de rémoras medievales. No es una casualidad que unos y otros militasen en bandos opuestos durante la guerra civil y que después se enfrentasen en asuntos de variada índole.

El caballero que mejor personificó el estilo duro y correoso de los Sotomayor fue el célebre Pedro Álvarez de Sotomayor I, más conocido como Pedro Madruga, debido a su proverbial costumbre de atacar de madrugada a sus enemigos. El cronista Vasco de Aponte lo retrata como muy sutil y muy sentido en cosas de guerra, muy franco y gentil con su gente pero, al mismo tiempo, muy cruel con sus enemigos. Estaba dotado de una energía sobrehumana y era capaz de las mayores hazañas y sacrificios; nunca dejaba de hacer su propósito ni porque lloviese, ni nevase, ni helase, ni porque hiciese todas las tempestades del mundo. Era un “todoterreno” que sabía adaptarse a las circunstancias más adversas para salir airoso de las dificultades, por muy duras que fuesen.

Don Pedro tuvo que salir a flote desde muy joven. Era un bastardo de una gran estirpe, aunque supo sobreponerse a la ilegitimidad de origen a fuerza de tesón y energía. Su propósito fue reunir el patrimonio familiar en el sur de Galicia y norte de Portugal -cosa que consiguió durante unos años muy duros- e incluso aumentarlo, aunque para eso tuvo que enfrentarse a los obispos de Tuy (como don Diego de Muros), a los linajes vecinos (los Sarmiento), a los prelados compostelanos (los Fonseca) y a la misma corona.

Don Pedro Madruga tuvo sus días de gloria durante la Guerra de Sucesión, hasta el punto de intitularse como vizconde de Tuy y mariscal de Bayona. Su poder en La Guardia, Bayona, Vigo, Redondela, Pontevedra, Salvatierra y Tuy era casi absoluto, y sus posesiones en Portugal -sobre todo en Melgaço y Camiña- le sirvieron para dominar a placer la frontera del Miño. Sus enemigos tuvieron que sufrir durante más de una década sus duras acometidas, que solían saldarse con la completa humillación del vencido. Con demasiada frecuencia encerraba en jaulas de hierro a los prisioneros ilustres, como García Sarmiento, Fernán de Camba o el propio don Diego de Muros, y de esa guisa tan original los paseaba por sus estados para regocijo de sus súbditos o para placentera contemplación en las salas del castillo de Sotomayor, como si se tratase de exóticos animales traídos de lejanas tierras. Pero el ocaso del indómito caballero se empezó a fraguar tras la firma del tratado de paz en 1479, cuando Isabel logró el reconocimiento de Alfonso V. Sin embargo su final no fue inmediato ni pacífico. De hecho don Pedro siguió presionando para recuperar sus dominios en el obispado de Tuy, sobre todo frente a don Diego de Muros, que volvió a probar las delicias del cautiverio a manos de su acérrimo enemigo. En 1482 el pobre don Diego fue llevado de aquí para allá por los montes a base de pan de centeno y mijo, hasta acabar dando con sus huesos en el aljibe del castillo de Fornelos; el desdichado preso no tuvo más remedio que pagar una elevada suma de dinero para librarse de las extrañas aficiones de su captor. La verdad es que el prelado debía de ser persona de buen conformar porque, a la vista de su evidente delgadez, comentaba con humor el alivio de peso que sentía en sus carnes.

El final de don Pedro Madruga no tuvo la grandeza épica de Pardo de Cela; no hubo martirio, sino una oscura intriga familiar en la que participaron su propio hijo, don Álvaro de Sotomayor, y una tía algo altanera, doña Mayor, que había sido la auténtica depositaria del señorío de Sotomayor. Todo sucedió muy deprisa. A fines de 1483 don Álvaro irrumpió por sorpresa en el castillo de Sotomayor con sus hombres para exigir a su padre la entrega de las propiedades familiares: la respuesta que escuchó de sus labios fue, simplemente, que le quebraría un palo en la cabeza . Pero ya no estaba en condiciones de plantar cara a nadie, y menos a los de su propia familia. Tras salir de Galicia, el viejo caballero se instaló en Portugal donde habría de morir unos años más tarde rodeado del olvido y de sus recuerdos. Un tiempo después circularon por Galicia historias contradictorias sobre las circunstancias de su muerte; unos decían que murió de carbunclos, otros que fue envenenado, y hubo quien afirmaba una última prisión. Por este relativo misterio algunos han sospechado la existencia de una siniestra conspiración de los Reyes Católicos para quitar de en medio a su viejo enemigo con la ayuda de los parientes, pero esta supuesta trama pertenece más bien al mundo de la historia-ficción.

Pero la leyenda maldita del linaje resucitó unos años más tarde con las andanzas de un nieto que se llamaba precisamente igual que el abuelo. En efecto, este Pedro Álvarez de Sotomayor II será conocido popularmente como don Pedro el fratricida, por ordenar el asesinato de su propia madre, Inés Enríquez de Monroy (condesa de Camiña) en 1518, un suceso que conmocionó el reino de Galicia justo antes de la Guerra de las Comunidades. Vasco de Aponte nos lo pinta como hombre bien disposto y de bon gesto, alegre, esforçado que trataba bien a los suyos y ábile para todo; sin embargo su habilidad no brilló demasiado cuando tuvo que improvisar el modo de quitar de en medio a su pobre madre.

Don Pedro el fratricida tuvo que resolver con ella ciertas diferencias por el reparto de la herencia: hasta aquí nada de especial, sobre todo tratándose de una tradición muy característica del país. Lo malo es que nuestro personaje decidió zanjar la disputa al margen de los tribunales y por la vía más violenta que cabe imaginar: la del parricidio. Planeó en compañía de su mujer -Urraca de Moscoso- un siniestro plan para liquidar a la condesa en uno de sus desplazamientos por el corazón de sus posesiones del sur de Galicia, y recurrió al trabajo de unos vasallos que no tenían la preparación adecuada. Uno de ellos, Domingo troitero, sabía pescar truchas como un verdadero profesional, pero no andaba muy versado en el arte de la emboscada; no obstante, fue fiel a las órdenes dictadas por su señor y puso los cinco sentidos en la complicada misión en la que participaron otros dos vasallos de don Pedro.

Lo primera intentona consistió en sorprender a la condesa en el castillo de Fornelos para tratar de estrangularla en un audaz golpe de mano, aprovechando que no había guarnición dentro de la torre. Los sicarios se apostaron en las inmediaciones de la torre y esperaron cerca del puente levadizo, ocultos entre unas retamas, pero la paciente espera no sirvió de nada. Al final no hubo forma de entrar porque unos niños que andaban jugando ante la puerta de la torre cerraron el portón. Los frustrados asesinos regresaron cabizbajos a la casa de su señor, en Mourentán, y le comunicaron con desconsuelo su fracaso. Pero don Pedro no se echó atrás: «gran lançe herraste en matarla, mas avemos de procurar todo lo que podieremos por matarla, que quedamos perdidos» , le dijo al pobre truchero, que no veía la forma de escurrir el bulto. Tenían que intentarlo de nuevo.

El domingo de Ramos se puso en marcha la segunda tentativa: había que aprovechar el inminente viaje a Castilla de la condesa para matarla a saetazos por el camino. Dicho y hecho. El único problema es que el pobre truchero no sabía tirar con ballesta, y por eso hubo que improvisar unas prácticas de emergencia contra una piedra del camino. Con semejante preparación técnica los conjurados se pusieron en marcha.

El lunes santo dieron, por fin, el tan ansiado golpe de mano. Se apostaron en el camino, detrás de una tapia, y aguardaron en silencio la llegada de la víctima. Cuando divisaron la comitiva, prepararon las ballestas. La condesa iba a lomos de una mula e iba acompañada de cinco peones. La sorpresa fue absoluta: el truchero le acertó en el muslo y su acompañante en la espalda. No intentaron rematarla porque los peones de doña Inés respondieron de inmediato con sus saetas. La pobre condesa iba gritando « o qué mal feyto, qué mal feyto » , y se refugió en una casa que había junto a la iglesia de Arbo, mientras que el truchero y su amigo huían a toda prisa del lugar. Una vez pasado el susto, el truchero procuró tranquilizarse pescando con una barca en el Miño, mientras que su compinche se echaba a dormir en el monte. Pero la pesadilla no había terminado porque el atentado había sido un éxito sólo a medias: doña Inés era dura como el pedernal. Don Pedro el fratricida estaba dispuesto a terminar con la vida de su madre a cualquier precio y de nuevo puso en marcha a sus sicarios. Había que rematarla en la casa del cura.

Y a la tercera fue la vencida. Los asesinos aparecieron provistos de ballestas y espadas para concluir un “trabajo” que parecía no tener fin. No tuvieron la más mínima piedad con la malherida condesa, que yacía en la cama del piso superior en compañía de algunas mujeres, entre las que estaba su nuera, Urraca de Moscoso. A la nueva rociada de venablos le siguió una serie mortal de estocadas y mandobles: el cuerpo quedó literalmente descuartizado. Como es natural, la terrible noticia corrió como la pólvora.

La Real Audiencia tuvo que tomar cartas en el asunto y designó un juez para informarse del hecho, el licenciado Vinuesa. Don Pedro se apresuró a recibirle en sus tierras de Sotomayor, aparentando un total desconocimiento de los hechos, pero las pesquisas dieron en seguida resultados comprometedores. La maquinaria judicial se había puesto en marcha y ya no se detendría hasta desenmarañar los flecos de la intriga, en la que tuvo un peso especial el temible juez Ronquillo. Don Pedro el fratricida y su mujer huyeron a Portugal y los sicarios fueron detenidos a lo largo de las siguientes semanas. El pobre truchero fue capturado e interrogado; antes de subir al patíbulo cantó de plano dando todo tipo de detalles. Resultaba evidente que la maldad de don Pedro y su mujer exigía un escarmiento ejemplar. La sentencia de Ronquillo dictó la pena de muerte para el fratricida y la confiscación de todos los bienes del matrimonio, pero Urraca de Moscoso logró, misteriosamente, que la corte le devolviese el patrimonio familiar en 1527. Entre tanto, don Pedro tuvo que vivir en Portugal y en Italia, donde se acabó enrolando en una de las capitanías del Emperador, la que mandaba el conde de Altamira. Aquello le sirvió para escapar de las manos de la justicia, aunque no pudo volver a Galicia.

Sin embargo no pararon aquí sus fechorías. Durante aquellos años de ocultamiento don Pedro el fratricida creó una tupida red de fidelidades con los Moscoso de Altamira para defenderse de las reclamaciones judiciales de la mitra compostelana, que les reclamaba una parte considerable de tierras en Pontevedra y Tuy. No se les ocurrió idea más brillante que falsificar de forma sistemática todo un repertorio de escrituras (donaciones, compraventas, testamentos, bulas) para demostrar ante la Real Audiencia la legitimidad de sus derechos de propiedad. Recurrieron a los servicios profesionales de un monje benedictino de Paderne, un verdadero experto en pergaminos, tintas, escrituras y diplomas. Pero el complot fue descubierto y los oficiales de la Real Audiencia se emplearon a fondo para desenmarañar la trama de documentos falsificados. Al final resultó que los Sotomayor (tanto los de Camiña como los de Lantaño) y los Moscoso, entre otras familias ilustres, como los Ozores, aparecieron involucrados en una estafa documental de proporciones descomunales.

Fue el alcalde Romero quien dio con la clave de la trama durante el registro que hizo por sorpresa en el castillo de Sotomayor, en agosto de 1531, donde se encontraba Urraca de Moscoso custodiando los papeles familiares. Se descubrió, entre otras cosas, que don Pedro el fratricida había comprado un sello pontificio en Roma con el que remataba sus excelentes falsificaciones de las bulas papales. Todo un prodigio de profesionalidad, justo al revés que en el turbio asunto del asesinato de su madre.

El escándalo documental fue mayúsculo y salpicó el honor de varios linajes de rancio abolengo, de modo que el desprestigio acabó afectando al conjunto de la nobleza gallega. Por todas partes cundía la impresión de que los linajes de mediano o gran nivel hacían más o menos lo mismo que los procesados, porque a todos ellos les faltaba la suficiente apoyatura documental con la que demostrar sus bienes y derechos. A esas alturas de siglo parecía evidente que la nobleza gallega no estaba en condiciones de soportar una sistemática campaña de acoso judicial. Si los oficiales de < la Audiencia aplicaban a rajatabla la ley, muchos hidalgos y caballeros acabarían por perder unas propiedades que durante generaciones habían servido para sostener el prestigio del linaje. No era prudente proseguir por ese camino. Al final la corona decidió que los bienes que se habían disfrutado desde tiempo inmemorial podrían pasar a propiedad de esa nobleza acorralada que carecía de papeles. En esta atmósfera un tanto cargada de sospechas y desprestigio Vasco de Aponte quiso componer una de las historias más célebres con que hoy contamos para conocer la Galicia del siglo XV: es el Recuento de los antiguos linajes del reino de Galicia, que vio la luz a finales de los años veinte del siglo XVI, donde se describe un completo panorama de la nobleza gallega que vivió aquellos años turbulentos.

Sin embargo hacia 1530 ya se estaban abriendo de par en par nuevos horizontes de futuro para la nobleza del país: las guerras en Europa y las tierras americanas. Los hidalgos y los segundones tenían ante sí la elección: o labrarse un futuro en los campos de batalla bajo los estandartes del Emperador, o buscar fortuna allende la mar. Tanto en un caso como en otro las posibilidades de promoción eran bastante más alentadoras que permanecer apegados al viejo solar de la familia. Mientras que los más osados se lanzaban a la búsqueda de un nuevo destino, los más conservadores permanecieron a la sombra de las viejas torres, a las que ya se les notaba una tímida aunque visible transformación: a las troneras, matacanes y almenas de antaño se añadían ahora salas más amplias y confortables. La Galicia de los pazos estaba empezando a despuntar sobre el añoso tronco de las antiguas fortalezas. El reinado de los Reyes Católicos estaba dando paso a un tiempo de oportunidades que en poco tiempo harían olvidar las viejas y ancestrales luchas entre clanes.

Para saber más
La mejor explicación de los sucesos y actores de aquella Galicia convulsa se encuentra en José García Oro, Galicia en los siglos XIV y XV, 2 vols., (Fundación Barrié: Colección Galicia Histórica, La Coruña, 1987). Este mismo autor, en compañía de María José Portela Silva, ha publicado recientemente Los Reyes Católicos y Galicia, (Xunta de Galicia: Consellería de Cultura, 2005), donde se analiza el origen de la Real Audiencia y sus primeras ordenanzas. El estudio más completo sobre los primeros gobernadores y la misma Audiencia puede verse en Laura Fernández Vega, La Real Audiencia de Galicia, órgano de gobierno del Antiguo Régimen, 3 vols. ( La Coruña, 1983). La huella de los Fonseca puede verse en numerosos autores del último medio siglo; un libro actualizado que contiene sobre todo una abundante colección de documentos es el de José García Oro y María José Portela Silva, Os Fonseca na Galicia do Renacemento: da guerra o mecenado (Noia: Toxos Outos, 2000). Sobre el viaje de los reyes a Compostela puede verse Eloy Benito Ruano, El libro del limosnero de Isabel la Católica (Madrid: Real Academia de la Historia, 2004). El origen y construcción del Hostal de los Reyes Católicos Andrés A. Rosende Valdés, El grande y real hospital de Santiago de Compostela (Santiago de Compostela: Consorcio de Santiago, 1999). Para conocer mejor la importancia del mariscal Pardo de Cela pueden ser útiles las actas de las I Xornadas de Estudios da Mariña Central. O Mariscal Pardo de Cela e o seu tempo (Lugo: Diputación, 2006). El célebre relato de Vasco de Aponte, redactado hacia 1530, puede verse en el Recuento de las casas antiguas del reino de Galicia (edición de Manuel C. Díaz y Díaz, Santiago de Compostela: Consello da Cultura Galega, 1986). Si el lector desea contar con una buena visión de conjunto sobre la época de los Reyes Católicos, nada mejor que leer a Luís Suárez Fernández en cualquiera de sus libros sobre Isabel y Fernando; puede valer, entre los más recientes, Isabel I, reina (1451-1504), que le valió el Premio Nacional de Historia 2000 (Barcelona: Ariel, 2000).


Autor: César Olivera Serrano

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