409 al 507 : Del Imperio romano al reino Visigodo ( 1ª parte)


Si se ha de fijar una fecha para el final del dominio imperial romano en la península Ibérica, el otoño de 409 sería el adecuado. O bien el 28 de septiembre, o el 12 de octubre, de aquel año , cruzó los puertos pirenaicos y entró en Hispania una alianza poco firme, recientemente constituida entre unos «bárbaros» que habían pasado los tres años anteriores abriéndose camino desde Renania y a través de la Galia.

Estos invasores estaban constituidos por tres elementos étnicos diferentes: los alanos, los suevos y los vándalos. Estos últimos se subdividían en silingos y asdingos.

Los romanos creían que tanto los suevos como los vándalos eran pueblos germánicos que tenían sus orígenes en tierras situadas al este del Rin.los alanos fueron considerados como un pueblo cuya llegada al oeste habría sido probablemente mucho más reciente y su procedencia más lejana. Era uno de los pueblos de la estepa, que podía ser de origen iraní, y se encontraba principalmente en la zona del norte del Cáucaso y el curso inferior del Don durante los siglos III y IV.

Puede suponerse que algunos de ellos se desplazan hacia el oeste durante los años siguientes a la llegada de los hunos a las periferias de los Cárpatos en la década de 370. Parece ser que otros, poco después, se habían convertido en súbditos de los hunos en las llanuras situadas al norte del Danubio, mientras que otros grupos habían sido empujados hacia el sur, entrando en territorio romano. De qué modo aquellos alanos que se desplazaron hacia el oeste llegaron a encontrarse asociados con los vándalos y los suevos en la orilla oriental del río Rin, frente a Maguncia, a finales de 406.

Durante el invierno de aquel año el río quedó cubierto por una capa de hielo y los tres grupos lo cruzaron para entrar en territorio romano, donde, a pesar de la resistencia inicial de algunos francos que eran aliados del Imperio, consiguieron abrirse camino a la fuerza por las provincias galas que se encontraban indefensas.

Después de un período de tres años en la Galia, del cual no ha quedado prácticamente testimonio alguno, en el año 409  alcanzaron los Pirineos occidentales y lograron cruzarlos sin encontrar resistencia, posiblemente como resultado de una traición deliberada por parte de las unidades romanas que supuestamente tenían que estar defendiendo los pasos en aquellas montañas.

Estas tropas imperiales estaban al servicio de un emperador rebelde, Constantino III (407-411), que había sido entronizado por las tropas de Britania en 407 y luego se había hecho dueño de buena parte de la Galia e Hispania durante el período de confusión que siguió a su proclamación.

El sacerdote hispánico Orosio en 417, cuando escribió sus Siete libros de historia contra los paganos, ya sugeria que los soldados de Constantino habían dejado deliberadamente que los vándalos y los otros grupos cruzaran los Pirineos, con el fin de encubrir el saqueo de la población civil que ellos mismos habían estado realizando.

Pero, a partir de entonces, el gobierno del legítimo emperador del Imperio Romano de Occidente, Honorio (395-423), nunca fue capaz de volver a imponer su autoridad en todas las provincias hispánicas.

Como puede verse a partir de lo que estaba sucediendo en otros lugares durante este período, es probable que los ejércitos migratorios que eran aquellas alianzas suevas y alanas estuvieran intentando alcanzar algún tipo de acuerdo con el gobierno romano, ofreciéndose a proporcionar servicios militares a cambio de un pago regular, suministros y cierto grado de integración en la estructura administrativa imperial.

Esto es lo que Alarico y su ejercito godo planteaban cuando, hasta el saqueo de Roma en 410, estuvieron intentando persuadir al emperador Honorio para que se los concediera. Algunos de sus sucesores lograron llegar a estos acuerdos con el gobierno imperial al menos en dos ocasiones durante la década siguiente.

El poder militar romano había llegado a depender cada vez más del reclutamiento, tanto individualmente como en unidades completas, de soldados procedentes de las poblaciones que vivían más allá de las fronteras del Imperio o que habían recibido permiso para asentarse en él en virtud de tratados de federación.

Grupos  como el de los vándalos, que ya se habían introducido en el interior del territorio del Imperio, podían proporcionar válidos recursos de mano de obra militar que a Roma le resultaban relativamente baratos, pero en períodos en los que se producían disturbios eran más los soldados potenciales que buscaban los subsidios del gobierno, que los que se necesitaban o podían ser pagados con el agotado tesoro imperial.

Por su parte, aquellos cuerpos relativamente grandes de soldados no romanos que estaban en un nuevo territorio hostil en potencia necesitaban establecer algún tipo de acuerdo con la administración imperial para su propia seguridad y, asimismo, para conseguir un empleo. No tenían capacidad para mantenerse a sí mismos como ejército si no lograban tener acceso a suministros regulares de alimentos, y no podían dispersarse ampliamente por el territorio si estaban expuestos a la amenaza militar de fuerzas romanas hostiles.

Los alanos, los vándalos y los suevos, después de un período breve, pero salvaje, de saqueo y destrucción, habían establecido un tratado de federación con el gobierno de Roma.

Las dos fuentes principales de textos hispánicos que recogen la historia de este período —las de Orosio, que fue contemporáneo, y las de Hidacio, un obispo que escribió una breve crónica en el noroeste de Hispania alrededor del año 468— coinciden en que hubo un período de hambre, inanición y canibalismo inmediatamente posterior a la entrada de los alanos, los suevos y los vándalos en Hispania en 409. Aunque las simpatías de ambos cronistas están con la población civil que sufría esta catástrofe, lo que relatan implica que los invasores necesitaban tomar medidas desesperadas y a corto plazo. Después de apoderarse de todos los alimentos disponibles y reducir a los habitantes del país a un estado de inanición, debían continuar su camino, para ocasionar una miseria similar en otras áreas que hasta aquel momento estaban intactas, o bien cambiar la naturaleza de su relación con las clases dominantes romanas. Dado que ya habían devastado la Galia mientras la atravesaban entre 406 y 409, y eran incapaces de cruzar al norte de África, el último procedimiento era la única alternativa que les quedaba si no querían sumarse a los civiles y caer ellos también en un estado de inanición.

Las condiciones existentes en Hispania en aquel momento implicaban que el tratado de federación tenía que pactarse con un régimen imperial rebelde que se había implantado en la Península en el año 409. El emperador con el que establecieron el pacto se llamaba Máximo y su dominio estaba centrado en Tarragona y Barcelona, en la costa mediterránea, una zona que entonces no se encontraba amenazada directamente por la presencia de los invasores.

Máximo había sido proclamado emperador por Geroncio, uno de los generales de Constantino III, que se había rebelado contra su antiguo emperador y en 410-411 le sometió a un asedio en Arles. En tales circunstancias, ni Geroncio ni Máximo estaban en situación de poder resistir frente a los alanos, los suevos y los vándalos; en todo caso, podrían haber esperado valerse de ellos para derrocar a Constantino III y conseguir el control de la Galia.

Pero no fue asi . Durante el invierno de 410-411 los visigodos se retiraron de Italia y, en consecuencia, el ejército de Honorio, el emperador legítimo, quedó libre para intentar restablecer su dominio sobre la Galia. Esto se llevó a cabo con bastante rapidez a lo largo de 411.

Geroncio se vio obligado a levantar el sitio de Arles y retirarse hacia Hispania, con el resultado de que sus propios hombres lo mataron, mientras que Constantino III tuvo que rendirse a Honorio, que lo mandó ejecutar.

El efímero gobierno de Máximo en la costa mediterranea se derrumbó y éste tuvo que refugiarse con sus nuevos aliados alanos y vándalos en el interior de la Península, mientras esperaba un ataque de los ejércitos de Honorio.

Este ataque tardó mucho en llegar, porque las condiciones en la Galia seguían siendo caóticas, y hubo que esperar hasta 416 para ver el gobierno del Imperio Romano de Occidente en situación de intentar recuperar el control de la península Ibérica.

Esta operación no la llevarían a cabo fuerzas imperiales, sino las del nuevo aliado de Roma, el rey visigodo Walia (415-419). La campaña que puso en marcha por encargo del emperador Honorio contra Máximo y sus aliados alanos, suevos y vándalos hizo que los visigodos aparecieran por primera vez en Hispania.

No sería fácil realizar una historia de los visigodos en los siglos anteriores a su llegada a la península Ibérica. Esto no se debe sólo a las dimensiones y la complejidad del tema, sino al alto nivel de continuo desacuerdo que existe entre los expertos en relación con él.

Sobre todo, estas diferencias se centran en dos cuestiones fundamentales: quiénes eran realmente «los visigodos» y qué clase de entidad formaban. El hecho de que este nombre probablemente deba ser escrito entre comillas da ya un indicio de las dificultades a las que hay que enfrentarse al tratar de establecer siquiera el más básico consenso sobre estos temas.

Las dificultades de definición que surgen al intentar responder a estas dos preguntas aparecen del mismo modo al hacer investigaciones similares sobre la naturaleza y la composición de los demás pueblos germánicos y no germánicos que se mencionan en las fuentes históricas relativas a aquellos siglos.

En el caso de los alanos, los suevos y los vándalos, los testimonios relacionados con ellos son de una amplitud tan limitada que se ha considerado más conveniente esperar hasta el momento en que los visigodos entraron en la historia, en vez de intentar abordar las dificultades que plantea cualquier explicación sobre el carácter, la composición y el desarrollo de los pueblos llamados bárbaros.

Hace unas pocas décadas habría parecido que no había dificultad alguna para intentar responder a estas preguntas. Los diversos pueblos que se asentaron en los territorios del Imperio Romano de Occidente a partir del siglo IV habrían sido considerados sólo como tales: grupos étnicos diferenciados y coherentes, unidos por una herencia cultural, histórica y genética común. En lo relativo a sus formas de gobierno, se habría pensado que, o bien estaban dirigidos por jefes guerreros elegidos entre sus propias tropas en épocas de necesidades militares, o estaban gobernados permanentemente por dinastías de reyes de antiguos linajes, cuya autoridad podía emanar de su relación especial con los dioses a los que el pueblo rendía culto, o del hecho de descender ellos mismos de estos dioses. Cada uno de estos grupos de población recibía habitualmente el nombre de tribu. Algunos de los elementos de la cultura de cada tribu podrían estar compartidos con otras tribus. En particular, varios de estos grupos compartían una lengua común, que podía ser una lengua protogermánica o goda, pero, sin duda, con diferencias dialectales que se correspondían con su diferenciación política. Aunque en sus historias tribales concretas podían aparecer rivalidades a largo plazo y enemistades hereditarias entre ellos, sería de esperar que la mutua comprensibilidad de sus lenguajes les proporcionaría un sentido de solidaridad germánica frente a la civilización extranjera de los romanos.

Según esta interpretación, las historias de estos pueblos se habían transmitido oralmente desde hacía mucho tiempo y no llegaron a escribirse hasta el período posterior a su asentamiento dentro de las fronteras de lo que había sido el Imperio Romano. Dichas historias daban testimonio de la larga supervivencia de cada tribu durante siglos y de las grandes distancias que la mayoría de estas tribus podían haber recorrido en el transcurso de su existencia, unas veces zarandeadas por conflictos con sus vecinos y otras veces aprovechando la creciente debilidad de Roma. Algunas de estas historias también parecían quedar confirmadas por lo que generaciones anteriores de autores romanos, como Tácito, habían escrito sobre los contactos previos del Imperio con los distintos pueblos germánicos.

Desde este punto de vista, no había nada que fuera increíble de forma inherente en la versión de la historia de los visigodos que pudiera configurarse a partir de una mezcla de fuentes romanas y germánicas, Su origen escandinavo, probablemente en  el sur de Suecia, donde se conserva el nombre Góthaland como denominación de una región, se puede fechar en torno al siglo I a. C. A este período de génesis le siguió una migración de la tribu a través del mar Báltico hasta el noreste de Alemania, al otro lado del río Elba, a lo largo del siglo I d. C, y posteriormente un desplazamiento gradual hacia el sur, en dirección al Danubio.

Fue a mediados del siglo III cuando se produjo el primer impacto significativo de la migración de los godos hacia el sur en el Imperio Romano, cuya frontera estaba establecida en la orilla sur de aquel río durante un gran trecho de su curso.

Después de cruzar el Danubio y de una impresionante victoria sobre el emperador Trajano Decio en 251, los visigodos permanecieron dentro del Imperio, dedicados al saqueo y la destrucción durante veinte años, hasta ser expulsados por Claudio II el Gótico (268-270) y Aureliano (270-275).

De manera similar, un segundo pueblo godo, que llegaría a ser conocido con el nombre de ostrogodo, siguió una pauta parecida de migración hacia el sur partiendo de Escandinavia durante el mismo período, pero adoptando una línea de desplazamiento más oriental que la de sus parientes visigodos. Finalmente llegaron a las estepas del sur de Rusia, siguiendo las costas del mar Negro, tras haber sometido a varios pueblos indígenas en aquella región, creando así un imperio godo.

Los visigodos, expulsados finalmente del territorio romano a principios de la década de 270, se establecieron entonces entre el Danubio y el dominio más extenso de sus hermanos ostrogodos que se encontraba al noreste, mientras continuaban amenazando la frontera imperial.

En general se aceptaba que todo esto había cambiado al aparecer los hunos, una confederación nómada procedente de Asia central, cuyo repentino ataque hacia 370 llevó al hundimiento del reino ostrogodo, gobernado en aquel momento por Atanarico, y a la huida de algunos de los supervivientes hacia el suroeste, a tierras visigodas. Bajo estas presiones, también los visigodos prepararon pronto el equipaje y pidieron ser admitidos en el Imperio Romano. Una vez que el emperador Valente (364-378) les concedió en 376 el permiso que solicitaban, los refugiados godos comenzaron muy pronto a sufrir la explotación en la región del Danubio a manos de los funcionarios locales del Imperio, de los cuales dependían para recibir suministros.

Los crueles malos tratos a los que estaban sometidos llevaron a los visigodos a la rebelión, en la cual contaron con la ayuda de algunos grupos menores de ostrogodos que los habían acompañado en su entrada en el Imperio en 376. Al intentar sofocar esta rebelión de los godos, Valente fue derrotado y lo mataron en la batalla de Adrianópolis en 378, dejando a los visigodos dueños de gran parte de la mitad oriental de los Balcanes.
Bajo el gobierno del siguiente emperador, Teodosio I (379-395), cuyo hogar había estado en Hispania, los distintos grupos godos no tardaron en ser convencidos de que debían firmar un tratado con el Imperio, y a partir de ese momento prestaron servicios en sus ejércitos en una serie de guerras civiles contra emperadores rivales en occidente durante los años 388 y 394.

Mientras se ponía en marcha este proceso, los godos se reunieron bajo el mando de Alarico, un miembro de la antigua casa reinante de la dinastía báltica.

Tras la muerte de Teodosio, Alarico intentó oponerse a los regímenes imperiales de las dos mitades del Imperio, gobernado entonces por los hijos del último emperador, que eran niños, con el fin de asegurarse una posición para sí mismo y una fuente segura de pagos y suministros para sus seguidores visigodos.

Durante sus intentos de forzar al gobierno occidental, se dirigió con sus tropas al interior de Italia y, para evitar una crisis provocada por la negativa del emperador a llegar a un acuerdo, saqueó la ciudad de Roma en 410, poco antes de su propia muerte, acaecida por causas naturales. aquel mismo año, el sucesor de Alarico, Ataúlfo (410-415), llevó a los visigodos desde Italia a la Galia.

Esta versión de la historia de los godos parece un relato bastante sencillo y comprensible, y además puede ser ilustrado de una manera fácil tal como se solía hacer siempre en los libros de texto y los atlas de historia, mediante una larga línea de flechas que serpentea a través de toda Europa, desde Escandinavia, pasando por Alemania y Hungría, entrando en los Balcanes y cruzándolos, para adentrarse en Italia y luego en Francia, y acabando finalmente en Hispania. Esta línea representa el movimiento de los visigodos desde su primer hogar hasta el último y, entre uno y otro, todos sus desplazamientos como pueblo migratorio.

Esta presentación de los acontecimientos tenía al menos la sencillez como virtud principal, y además también encajaba perfectamente con las ideologías del momento en que empezó a destacar, una época en la que se consideraba a los germanos y los romanos como dos polaridades culturales opuestas.

Dentro de esta perspectiva ideológica, que tuvo una enorme influencia en la primera mitad del siglo XX, una civilización germánica vigorosa y joven, no contaminada por la corrupción de su decadente Roma , rechazó primero los intentos de Roma de expandirse hacia sus propios países al este del Rin y el norte del Danubio y, luego, cuando Roma decayó hasta su extinción, llegó a suplantarla en todo el occidente europeo.

Esta forma de pensar siguió siendo bien aceptada, hasta el final de la segunda guerra mundial. la interpretación de la composición y de los desplazamientos de los pueblos germánicos que sostenía esta teoría siguió vigente, de una forma cada vez más fosilizada, hasta que comenzaron a vislumbrarse nuevos puntos de vista durante las últimas décadas del siglo.

Hasta la década pasada, o los últimos quince años, no comenzaron estas interpretaciones alternativas a obtener un apoyo amplio de los expertos, pero el logro de un consenso completo sobre estos temas se encuentra todavía obstaculizado por los desacuerdos existentes en ciertos detalles.
Hay muchas razones por las cuales no se sostiene la antigua versión de la historia de los godos en sus primeros tiempos.

Por mencionar sólo un detalle, los nombres que se utilizan convencionalmente para distinguir los dos grupos de godos —«visigodos» y «ostrogodos»— son anacrónicos. En los textos que se escribieron en Italia y en la península Ibérica en los siglos VI y VII, ambos grupos se denominan godos.

Más significativo es el hecho de que se utilizaran unos nombres bastante diferentes antes del siglo V. En las fuentes romanas de mediados del siglo IV, se identifican dos grupos como los que dominaban la zona situada al norte del Danubio y del mar Negro antes del aumento de la hegemonía de los hunos, y el nombre que se les daba era los theruingi (tervingos) y los greuthungi. Los primeros son considerados a menudo como los ancestros de los visigodos y los segundos, de los ostrogodos, pero la versión contemporánea del historiador romano Ammianus Marcellinus, entre otras, deja claro que sólo algunos miembros de ambos grupos entraron en territorio romano, cruzándolo durante la década de 370, mientras otros seguían todavía asentados al norte del Danubio.

Para atajar esta larga historia, actualmente se acepta en general que la autoidentificación del pueblo que conocemos ahora como los visigodos (y que probablemente se consideraron a sí mismos sólo como individuos que eran godos) se produjo en los años siguientes a la batalla de Adrianópolis, que tuvo lugar en 378.

En este confuso período, todo tipo de individuos y grupos de una amplia variedad de orígenes culturales, genéticos y lingüísticos se fusionaron, en gran parte a través del reclutamiento y de los servicios que prestaron cuando gobernaba el emperador Teodosio I.

Los godos evitaron deliberadamente la integración en la sociedad romana de los Balcanes y permanecieron en su condición de militares bajo el mando de uno de los suyos, probablemente para conservar su movilidad y también su lealtad al lider. Alrededor de 392 el puesto de líder inmediato de esta confederación estaba ocupado por Alarico, que aprovechó la muerte del emperador Teodosio en 395, y la división del Imperio que se produjo a continuación, para declarar la independencia de sus seguidores, convirtiéndolos de hecho en un ejército mercenario preparado para prestar servicios a cualquier régimen imperial que ofreciera las mejores condiciones.

No hay pruebas reales de que Alarico perteneciera a una familia gobernante de larga tradición, con o sin un antepasado supuestamente divino. Sería tentador pensar que en este período tendrían que haber existido unas diferencias marcadas y evidentes entre un ejército romano y una confederación bárbara, pero esto no sería cierto.

A lo largo del siglo IV el Imperio había reclutado sus soldados en un número cada vez mayor entre los pueblos germánicos y otros pueblos situados más allá de sus fronteras. En lo relativo a cultura material, la influencia romana había sido tan penetrante que eran pocas las diferencias existentes entre las tropas imperiales y las que habían sido reclutadas fuera del Imperio, tanto por las armas que utilizaban, como por sus vestimentas y su aspecto.

La religión tampoco era un factor diferenciador importante, ya que, según parece, todos los grupos germánicos asentados dentro de las fronteras del Imperio desde finales del siglo IV en adelante habían sido cristianos.

Esto puede resultar sorprendente, pero no hay cosa alguna que indique lo contrario y, por poner el ejemplo más adecuado, Orosio alabó a los visigodos por no robar los vasos sagrados en los saqueos y por no causar daños a los ciudadanos que se habían refugiado en las iglesias durante el saqueo de Roma en 410. Si en la práctica eran realmente tan sensibles, eso es otra cuestión. La argumentación de Orosio se habría ido abajo si los godos hubieran estado considerados en general como paganos.

La composición social de una fuerza confederada germánica tampoco se habría distinguido de su equivalente imperial. En esa época, cuando los ejércitos romanos trasladaban sus bases, siempre habían ido acompañados por las familias de los soldados y por una amplia variedad de seguidores, lo cual hacía una vez más que no se diferenciaran de las unidades no romanas.

 En este sentido, un ejército romano en marcha no se distinguía de un «pueblo» germánico que supuestamente emigraba. De hecho, es necesario descartar las imágenes y la terminología de la migración cuando se observan los desplazamientos de los «bárbaros» durante este período. Hay una razón para ello: no existía incentivo evidente alguno para que esas personas se fueran de los que habían sido sus tradicionales lugares de origen, donde sus antepasados estaban enterrados y donde, a juzgar por paralelismos posteriores, sus dioses habrían estado vinculados en particular a ciertos lugares sagrados.

Aunque la civilización romana sirviera de cebo para individuos o pequeños grupos que podrían esperar enriquecerse prestando servicios al Imperio (y posiblemente regresar luego a casa tras haber aprendido los procedimientos), esto no equivale al desarraigo físico de toda una sociedad. Sólo ciertas presiones económicas, climáticas o militares extremas podían llevar al grueso de la sociedad a un abandono a gran escala de sus asentamientos. Algunas presiones de este tipo se ejercieron claramente durante la década de 370, posiblemente por las tres causas que hemos mencionado, pero sin embargo muchos de los habitantes de las tierras situadas al norte del Danubio no abandonaron sus tierras para penetrar en territorio romano, aunque esto implicara quedar sometidos a los hunos, cuyo «imperio» dependía de la existencia continuada de grandes elementos de poblaciones anteriores establecidas en los territorios del norte del Danubio y a orillas del mar Negro.

Es más lógico considerar que se trataba de nuevas identidades étnicas formadas entre aquellos que, por las razones que fueran, se veían obligados a abandonar su tierra, y habían llegado a adoptar un nuevo estilo de vida predominantemente militar. Como ya hemos mencionado con anterioridad, la llamada confederación visigoda asentada en los Balcanes después del tratado del año 381 fue una fuerza militar permanente al servicio del emperador y generalmente la administración imperial se encargaba de su abastecimiento, o le permitía requisar las reservas de la población civil.

Esto difería bastante del estilo de vida agrario autosuficiente de los pueblos establecidos al norte del Danubio, que, salvo cuando los atacaban, no solían estar en pie de guerra.

Si se acepta que en los Balcanes orientales se creó una nueva identidad goda durante este período, como una segunda identidad, y que la de los llamados ostrogodos surgiría también en la misma zona alrededor de un siglo más tarde, habría que preguntarse qué fue lo que le dio sus características distintivas.

La antigua versión, que consideraba a los visigodos como los theruingi (tervingos) con un nuevo nombre, no habría tenido ninguna necesidad de plantearse esta pregunta. Sin embargo, la confederación goda de Alarico, que se configuró en la década de 390, estaba constituida en realidad por elementos que no eran solamente los theruincgi y los greuthungi, sino también otros grupos étnicos que procedían tanto del norte como del sur del Danubio. Además, esta confederación tomaría y descartaría sus propios componentes a lo largo de los desplazamientos que llevó a cabo a través de los Balcanes occidentales, Italia y la Galia entre los años 405 y 415. Su composición era por lo tanto variada y, al mismo tiempo, estaba en constante transformación.

Entonces, ¿qué fue lo que aportó el sentido de identidad y continuidad que mantuvo unido a este grupo de elementos dispares? Algunos de los expertos modernos más influyentes que han estado estudiando estos procesos, para los cuales han acuñado el término «etnogénesis», proceden de la Universidad de Viena y, por consiguiente, han llegado en general a formar lo que se conoce como «la escuela de Viena». Para ellos la respuesta a la pregunta de qué fue lo que dio a una confederación como la de Alarico su sentido de identidad es la existencia de lo que llamaron Traditionskem, o núcleo de la tradición.

Esto proporcionaba al grupo un sentido de historia común, que se remontaba a un pasado lejano y estaba encajado fundamentalmente en la existencia de un antiguo linaje real, cuyas tradiciones dinásticas se convirtieron en las de los pueblos que gobernaban. Aliado con una familia central reinante y apoyándola había un núcleo interior, la élite guerrera, que constituyó una línea aristocrática. Otros historiadores han discutido esta interpretación, por ejemplo, porque preferían considerar el Traditionskem como algo que daba lugar a la presencia de un grupo social más amplio de familias de un nivel económico y social medio.

Hay que admitir que ninguno de estos puntos de vista es enteramente satisfactorio, ya que, salvo para afirmaciones relativas a fechas muy posteriores, no hay en absoluto pruebas de que Alarico y sus sucesores estuvieran vinculados en forma alguna con los antiguos gobernantes de los theruingi. En el caso de estos últimos, no parece que en ningún caso hubieran tenido jefes permanentes del tipo que representaba Alarico.

De manera similar, por lo que respecta a los años inmediatamente posteriores a la entrada en el Imperio en 376 y a la batalla de Adrianópolis en 378, no se puede demostrar que ni siquiera uno de los diversos jefes de los godos —a menudo rivales entre sí— estuviera relacionado con Alarico. Este personaje aparece en 392 como surgido de la nada.

Más allá de la línea divisoria que se traza en torno a los años comprendidos entre 376 y 392, tampoco se puede probar una supervivencia a largo plazo de sectores significativos correspondientes a los niveles superiores o medios de esta sociedad. Por consiguiente, ni un estamento aristocrático, ni una hipotética clase de pequeños terratenientes pueden constituir el núcleo en el cual tendría que basarse un sentimiento de identidad común y tradición compartida.

Vale la pena señalar también que ciertos argumentos sobre los desplazamientos de los theruingi durante los siglos anteriores a 376 siguen siendo igualmente inconsistentes. Algunos arqueólogos de la Europa central y oriental han intentado establecer una relación entre los restos materiales de dos culturas específicas y las pruebas que ofrece la literatura escrita con respecto a la prehistoria de los godos.

Creen que esto da consistencia a la idea de que un grupo cohesionado de personas se desplazó desde el sur del mar Báltico hacia el Danubio y el mar Negro a lo largo de los tres primeros siglos de la era cristiana. Prácticamente todos los expertos descartarían en este momento la idea de un origen anterior en el sur de Escandinavia. Sin embargo, este argumento arqueológico depende en parte de pruebas meramente negativas, tales como la no existencia de enterramientos con armas en las dos culturas.

Al no disponer de fuentes escritas, es imposible saber si existía un sentimiento de identidad común entre las dos poblaciones definidas arqueológicamente.

Sin embargo, para lo que ahora nos interesa es suficiente aceptar que los godos que llegaron a hacerse dueños de Hispania a lo largo del siglo V procedían de una confederación de distintos grupos étnicos, que se unieron y adquirieron un nuevo sentido de identidad común en los Balcanes durante el último cuarto del siglo IV. Formaron un ejército mercenario que intentaba asegurarse un empleo proporcionado por sucesivos regímenes imperiales y, cuando no había perspectivas de conseguirlo, se veía cada vez más obligado a actuar en función de sus propios intereses.

Un interrogante obvio es el del tamaño probable de esta confederación y de otras similares, sobre todo por la importancia que esto tiene para comprender qué sucedió cuando los visigodos llegaron por fin a asentarse permanentemente en Hispania.

Las cifras que se suelen citar normalmente sugieren que los visigodos pudieron alcanzar un número de unos cien mil individuos, mientras que en el caso de otras confederaciones menores, como las de los alanos, los suevos y los vándalos, es más probable que rondaran los veinte mil. No hay razones cuantitativas sólidas para hacer estas u otras estimaciones del tamaño de la población, ya que dependen de un puñado de afirmaciones registradas en fuentes muy antiguas que no deben ser tomadas como realmente fiables.

Aunque sólo sea por sentido común, hay que reconocer que un grupo como el de los godos, que estuvo desplazándose casi continuamente entre 392 y 419, dependiendo durante la mayor parte de ese tiempo de sus propios recursos, sólo podía mantener su cohesión mientras fuera capaz de conseguir el sustento material que necesitaba. Si los graneros del Estado romano, que se abastecían fundamentalmente con recursos procedentes de África, no les proporcionaban alimentos, los tendrían que conseguir allí donde estuvieran y por la fuerza.

En estas circunstancias dispondrían de unas cantidades de provisiones mucho más pequeñas, que dependerían además de factores estacionales y de otras circunstancias. Es muy difícil creer que un colectivo tan grande, unas cien mil personas, pueda mantenerse en tales condiciones y en un entorno hostil. Probablemente es más realista pensar que la confederación visigoda no tenía un tamaño mayor que el de un pequeño ejército romano. Junto con los familiares, dicho ejército podía llegar como máximo a una cifra del orden de treinta mil individuos. El número de vándalos, alanos y suevos habría sido ciertamente menor, como sugiere su historia; en el caso de estos pueblos, diez mil podría no ser una cifra demasiado moderada. Aunque estos números parezcan pequeños, es importante recordar que durante este período hubo pocas fuerzas militares grandes que pudieran desafiarles, si es que había alguna.

Además, podemos preguntarnos por qué parece haber existido una clara diferencia étnica entre los godos y los romanos, y también por qué varios emperadores romanos, legítimos o no, necesitaron hacer uso de los servicios militares que ofrecían los visigodos.

La segunda de estas preguntas es la más fácil de contestar, ya que, a medida que avanza la historia del siglo V, resulta cada vez más difícil encontrar rastros de la presencia de un ejército específicamente romano, tanto en la mitad oriental de Europa como en la occidental. Unidades que habían existido al principio de dicho siglo desaparecen rápidamente, especialmente en el oeste.

 El ejército que estaba en Britania, una de las mayores concentraciones de fuerzas militares destacadas en las provincias occidentales, se trasladó a la Galia por orden de Constantino III en 407 y no parece haber sobrevivido a la caída de este emperador en 411.

Geroncio retiró las tropas, menos numerosas, que había en Hispania para llevárselas a luchar en la Galia en 410, y dichas tropas no regresaron a la Península después del suicidio de este general.

Por lo tanto, hacia el año 416, aunque en Italia y en África (hasta 432), así como en zonas del sur de la Galia, todavía se podían encontrar ejércitos imperiales mandados por generales que había nombrado el emperador, las unidades romanas que habían tenido en otros tiempos sus bases en Britania, Hispania y el norte de la Galia habían sido todas ellas retiradas de dichas provincias o licenciadas. En el vacío que esto dejó entraron los ejércitos mercenarios de los llamados bárbaros.

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2 comentarios:

  1. El Imperio Romano Occidental cayó finalmente por el mal gobierno de los emperadores...solamente veian al imperio como una forma de satisfacer sus apetitos personales sin embargo hubo valerosos generale como Estilicon y Flavio Aecio...

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  2. mal gobierno , crisis economica , crisis social , e invasiones de tribus barbaros , emperadores titeres , y el poder en manos del ejercito , todo ello fue causa comun del fin del imperio. un saludo

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