Quien hizo que y cuando ?¿ - 5 -

El saludo De la prehistoria quedan dibujos pintados e incisos en piedra de manos abiertas en abanico de las que se puede deducir, por la posición del dedo pulgar, que se trata de la mano derecha. Hasta aquí la certidumbre; ahora empiezan las deducciones. Si era la derecha, y estaba abierta, debía tratarse de un saludo al tiempo que de una advertencia: mostrada así al desconocido con quien su dueño se topa en un descampado, quiere decir: "Ésta es la mano donde tengo habitualmente mi arma, y está desarmada"; hasta aquí el saludo de paz, pero sigue: "El arma la llevo envainada en el lado izquierdo; ándate con cuidado".

La razón de que la mano armada sea la derecha y no la izquierda ha dado lugar a muchas polémicas. El antropólogo surafricano Robert Ardrey hipotetiza que la preferencia por la mano derecha se debe a que era la que usaban nuestros remotos antepasados homínidos para limpiarse el trasero. Este saludo, que se hacía desde una posición de fuerza, porque si se levantasen ambas manos al tiempo sería una rendición, es común a todas las civilizaciones primitivas, por lo menos las indoeuropeas. Es el primer saludo humano, y todos los demás se derivan de él.

Fuera del ámbito indoeuropeo se ha detectado entre los indios americanos y en algunas zonas de África, aunque no es posible esclarecer con certidumbre si es una imitación del ademán, visto a exploradores blancos, o si tiene raíz propia en esas culturas. La lógica más elemental, parece indicar lo segundo, porque no hay, que se sepa, culturas indígenas zurdas.

La Luna La exploraron los norteamericanos del Apollo XI en 1969, pero varios miles de años antes de Jesucristo ya la había usado el héroe mesopotámico Gilgamesh para otear la tierra desde ella, como Dante, que hizo lo mismo en el siglo XIV. El sofista griego Luciano de Samósata vivió mentalmente en la Luna en el siglo II, y Cirano de Bergerac en el XVII. Ariosto, en un alarde de ingenio, relega a la Luna todos los objetos que se pierden en la Tierra: "¿No encuentra su paraguas aquí? Vaya a buscarlo a la Luna, seguro que está allí".

El primer hombre que vio la luna fue Galileo, que -con su telescopio- la tuvo 50 veces más cerca de lo que alcanza el ojo humano, y cuando dijo que era un pedazo de piedra anfractuoso y desigual por poco le queman vivo: dogmáticamente, la Luna era una esfera de cristal perfecta, sin mácula o falla, que, como el Sol, giraba en torno a la Tierra. Triste cosa es que los norteamericanos del Apollo XI no encontrasen selenitas en su paseo lunar, ni identificasen las huellas de Gilgamesh o de Dante, ni diesen con ningún descendiente de Cirano de Bergerac, o -¡qué menos!- encontrasen un único paraguas de los muchos que se han perdido en la Tierra.

¿Quién de todos estos inventó la Luna?: ¿Gilgamesh, que la intuyó?, ¿Galileo, que la vio? o ¿los astronautas del Apollo XI, que la pisaron por primera vez? Prefiero dejar a mis lectores tan ardua sentencia.


Los microbios (1882) Hay una tabilla mesopotámica en la que un rey asirio recomienda a su mujer que no coma de los mismos platos que sus damas porque se había descubierto que cierta enfermedad que azotaba su capital se transmitía compartiendo alimentos. Ésta es la primera constancia documental sobre la vías de infección; pero aún faltaban milenios (1882) para que saliese a la luz su verdadera causa.

Fue Robert Koch, científico alemán, quien demostró en 1876 que determinado bacilo causaba una enfermedad concreta (bacilo, es decir, báculo en latín por su forma abaculada). Koch sentó las bases de la teoría de la enfermedad microbiana casi 200 años más tarde de que un comerciante en telas finas, el holandés Van Leeuwenkoek, viese con sus propios ojos las primeras bacterias (bacteria, es decir, bastón en griego por su forma abastonada). Koch publicó su informe en 1882, añadiéndole sus famosos postulados, aún en uso, de que determinados organismos están relacionados con enfermedades concretas.

Y así se abrió una nueva era en la historia de la Medicina, se dio la luz verde a ciencias como la microbiología y se impulsaron la higiene y la inmunología, lo que confirma que los inventos suelen tener tres o más fases, y éstas, a veces, distan milenios unas de otras: un rey asirio capta vías de infección, un comerciante ve, milenios después, los animalitos que la causan, pero sin sospechar que es así, y un científico demuestra dos siglos más tarde, que son éstos los que envenenan el organismo. Y todo ello, relacionado con el estado mental y tecnológico de cada una de esas épocas. 

El té (1610) El té hizo su aparición en Europa en el año 1610, cuando la Compañía de la Indias Orientales Holandesas comenzó a importarlo de sus plantaciones de la isla de Hirado, cerca de la costa japonesa. Ya en el siglo XVIII el té se había convertido en la principal bebida de los ingleses, a medias con el oporto, otra bebida colonial, pues Portugal era entonces poco menos que un apéndice del imperio británico. De Inglaterra el té se extendió a toda Europa, pero más como bebida elegante.

El té reforzó la revolución industrial al suplementar, artificialmente, el régimen alimenticio de la mano de obra inglesa, que entonces era deficiente en carne. Esto, a su vez, produjo a la larga en el proletariado inglés desequilibrios psico-somáticos que se pagaron caros cuando, llegada la I Guerra Mundial, el soldado inglés resultó ser físicamente inferior al alemán. La importación de té chino a Inglaterra fue tan considerable que los ingleses decidieron exportar opio a China para equilibrar las cuentas comerciales: el Gobierno chino reaccionó en 1839 destruyendo el opio almacenado por los ingleses en Cantón, lo cual provocó dos guerras que permitieron a los ingleses imponer a sucesivos gobiernos chinos la importación de una droga cuyo consumo estaba socavando la fibra de su país.

Los primeros chispazos de la guerra de la Independencia norteamericana saltaron cuando los americanos se negaron a pagar el impuesto que cobraban los ingleses por la importación de té.

El tiempo libre Tuvieron que pasar miles de años hasta que el hombre se dio cuenta de lo que era una gota de semen: una semilla que, depositada en determinado sitio, fructifica. Y muchos milenios hasta que se la dio de que una semilla es lo mismo que una gota de semen. Y entonces se inventó el tiempo libre. Y se inventó porque hasta entonces el hombre iba en pequeños grupos nómadas, acompañado por sus bestias, en busca incesante de las verduras, legumbres, frutos y granos que no encontraba en los alrededores de su choza; y en ello se le iba todo su tiempo: sólo le quedaba el mínimo necesario para dormir. Si la definición más exacta del esclavo es: hombre que no tiene tiempo libre, cabe concluir que el hombre prehistórico, hasta la invención de la agricultura, que ocurrió hará cosa de 10.000 a 15.000 años, era un completo esclavo.

En cuanto el hombre captó la identidad semen/semilla y pudo domesticar al mundo vegetal como había domesticado al animal, su situación cambió radicalmente. Tuvo en torno a sí las plantas que necesitaba para alimentarse, vestirse y protegerse, y esto le dejó un margen de tiempo libre que pudo dedicar a otras cosas: hablar, hacer música, pintar, filosofar, en una palabra: invertir fructíferamente el ocio que le otorgaba la domesticación conjunta de plantas y animales; sobre todo porque ahora disponía de un exceso de provisiones que podía elaborar, guardar para el invierno o comercializar.

El primer control de tráfico (S. XV) Isabel la Católica debió ser el primer monarca europeo que se ocupó de la seguridad vial de su reino, pues parece ser que ordenó que los carreteros que recorrían los caminos de Castilla con cargas de toda índole sólo pudiesen detenerse a tomar una botella de vino durante el trayecto si con cada vaso se les servía un pedazo de carne puesto sobre una rebanada de pan; carne y pan habían de ser de suficiente tamaño para tapar el vaso en que estaba el vino, razón por la cual se llama tapas a los piscolabis con que se empuja el vino gañote abajo en las tabernas y en los bares de España.

La razón de tal medida era que esos carreteros no condujesen en estado de embriaguez. Imagínese el lector los tapones que podrían organizarse por los caminos de la Castilla profunda allá por el siglo XV. Otra cosa eran los caminos, pequeñas carreteras más bien, que conducían a la Roma antigua desde todos los puntos de su entorno: según los escritores de la época, el tráfico era espantoso, y la velocidad de aquellos carros rápidos de dos o cuatro ruedas, tirados por uno o dos caballos, vertiginosa; incluso cuando las retenciones eran peores, se podía recorrer entonces en dos o tres horas lo que ahora lleva seis o más: para que luego hablen de progreso.

Aquellos carromatos castellanos solían ser de bueyes, lentos por excelencia, de modo que el peligro, más que en la velocidad, estaría en que el carretero borracho atascase un camino cuyo ancho sólo permitía el paso de un carromato a la vez.



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